A pesar de lo que el búnker instalado en las versiones digitales de los grandes periódicos de tirada nacional pretenda hacer creer en sus absurdos paripés de votación democrática, es un hecho objetivo e indubitable que en España estamos hoy muchísimo mejor que hace treinta años. En todos los aspectos. Como lo que no es historia no es historiable, nos quedaremos con la duda de cómo seríamos ahora, o cómo habríamos vivido estos treinta años de democracia y elecciones democráticas, si alguno de esos iluminados hubiera tenido las responsabilidades de gobierno que nunca les han entregado las urnas. Afortunadamente. Pero el ruido queda.
Sin embargo, tampoco podemos santificar sin más, como a veces se hace, a la Transición, entendiendo como tal ese proceso que no sabemos exactamente cuándo comenzó (¿con la muerte de Franco o ya antes de la muerte de Franco?), ni cuándo terminó, si es que ha terminado ya, que tampoco en eso nos ponemos de acuerdo. A pesar del autobombo institucional, de la servidumbre de algún programa televisivo y la baba caída de alguna periodista dedicada a demostrar que aquel periodo de nuestra historia fue una partida de ajedrez perfectamente estructurada, una novela por entregas con su exposición, su nudo y su desenlace feliz, la memoria personal, la que está en las hemerotecas, la que no interpreta la historia al albur de un best-seller o una cota de audiencia, nos habla de un periodo difícil, de grandes ilusiones y también grandes temores, de piruetas sobre vacío, de pasos en falso, de demasiada sangre y demasiados muertos, de terrorismo de un signo y de otro, de políticos enfrentados y el fantasma de una guerra civil que no había cicatrizado del todo, de muchas prisas y muchas lentitudes, pana, barbas, brillantina y gafas oscuras, tímidas revoluciones de andar por casa (¿se acuerda alguien ya del escándalo que supuso el destape o el divorcio?) y el espectro del tejerazo como punto culminante de un proceso que, a partir de ese momento, se amortiguó bastante. Cuando se glosan las muchas virtudes de la Transición se obvia siempre que después de aquel periodo ilusionante nos asaltó el desencanto. Quizá todavía vivimos instalados en la abulia y el conformismo de esa coda pasiva que pusimos a una época de tantos activos.
Estuvimos muchas veces en la cuerda floja y otras tantas en la cuerda tensa, y si no nos vinimos al suelo por un motivo u otro se debió, en efecto, a la entrega de un puñado de políticos a los que hoy apenas se recuerda, a la generosidad de muchas partes, tanto de la izquierda que descartó la revancha como de la derecha que entregó sus juguetes sabiendo que algún día, por ley de vida, tendría que recuperarlos. Sobre todo, por la paciencia del pueblo español en su conjunto, ése que siempre ha demostrado ser mucho más sabio que sus líderes y que, incluso hoy, cuando llamamos a recuperar al menos el espíritu de concordia y diálogo que fue lo que a la postre entronizó la Transición y nos permitió estar donde estamos, suele estar mucho más tranquilo y mucho más centrado que quienes ponemos ahí en lo alto para que nos manden.
Hubo fallos estructurales en el diseño, concesiones que todavía estamos sufriendo hoy, y que para corregir habrá que recurrir a un nuevo y difícil consenso, cosa difícil porque precisamente la llave para enmendar esas desviaciones la tienen quienes se benefician de la situación pactada: el excesivo peso de las comunidades autonómicas del norte en las Cortes generales (¿cómo puede tener casi igual representación parlamentaria el PNV que Izquierda Unida con un tercio de sus votos, y el doble CIU con la mitad?); la limitación a dos legislaturas a la presidencia del gobierno; el todavía no suficientemente explotado uso del Senado como cámara autonómica; una comunicación fluida y directa entre representantes y representados; listas abiertas, y, como hemos aprendido a envidiar desde que miramos con atención a Francia, elecciones con segunda vuelta.
Hoy, quienes no estuvieron allí, quienes han nacido al sol de la democracia, tal vez no comprendan ni valoren lo que se consiguió, ni cómo se consiguió, ni para qué. Uno de esos defectos de la estructura democrática que tenemos todos la obligación de corregir, porque todo lo que se tiene es susceptible de perderse si no se lo valora lo suficiente.
El proceso que comenzó hace treinta años no ha terminado. No debe terminar nunca. La democracia es un camino, lo sabemos, no una meta.
(Publicado en La Voz de Cádiz el 18-06-07)
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