Una de las niñas de nuestra pandilla, la más pequeña de todas, casi en plena infancia todavía, se carteaba con una francesita a la que invitó a pasar unas semanas en Cádiz. La francesita en cuestión se iba a plantar con escolta, una prima, porque al parecer no la dejaban viajar sola. Nos esperábamos, qué sé yo, a Leslie Caron vestida de colegiala, con tirabuzones y uniforme de cuadros o corrector dental. No estábamos preparados para aquel par de bombas de relojería ambulantes.
Claudine y Valèrie aparecieron en nuestra vida poniendo una nota exótica a un verano lleno de sentimientos literarios y ganas de pasar a la posteridad, trayendo consigo una bocanada a europeísmo y, sobre todo, a lo que podría ser el sexo disfrutado a tope y sin moralinas. Claudine era lo más parecido a una chica Penthouse que habríamos de conocer en muchos, muchísimos años: el pelito oscuro y corto pero sin pasarse, los ojos muy verdes y encendidos, con un brillo de inteligencia pícara que a veces bordeaba el hastío, dos pechos perfectamente esféricos, compactos, y una hechura corporal que parecía una pura ese, pequeña y maniobrable, una delicia. Cuando comía helados, derretía mucho más que el hielo; si Woody Allen la hubiera conocido no habría dicho jamás que ese tipo de mujeres son de plástico (la toqué un par de veces y sé que era de carne). Valèrie, la prima, era un poco más delgada, más alta, con pelos rizados u oxigenados, cicatriz de apendicitis estratégica y gesto de desprecio. Las dos usaban tangas, una verde, la otra índigo, que se convertían en blanco de las miradas de los bañistas a diez kilómetros a la redonda.
Claudine y Valérie se aburrían con nosotros, que no dominábamos su idioma (bueno, Juanito y Téllez sí, pero poco), y sólo sabíamos hablar de Franco y de memeces políticas, cuando ellas ya habían tenido una generación de ventaja para superar ese tema. Los padres de Claudine y Valérie habían vivido el mayo francés cuando los nuestros acudían a las demostraciones de Educación y Descanso, y en su misma actitud indolente y despreocupada, tiburonas adolescentes a la caza del macho gaditano, demostraban saber, pese a su corta edad, que la democracia a la que nosotros le dábamos tanta bola no era más que la capacidad de elegir a tus administradores cada equis años. Claudine y Valèrie estaban más por el sol y el cachondeo, por el tabaco rubio y los protectores solares, por la música pop que nosotros desconocíamos, anclados en los aburridos cantautores y los grupos folk sudamericanos, por un ambiente moderno y lúdico que chocaba con nuestro ideario subdesarrollado y provinciano. Para ellas la libertad era una facultad que se disfrutaba, no se discutía.
Claudine y Valérie apenas aguantaron una semana con la pandilla. Independientes como buenas francesas, pronto la casa prestada se convirtió en fonda a la que sólo acudían a comer y dormir, y a veces ni siquiera eso. La amiga por correspondencia que temimos tener que soportar se buscó muy pronto la vida y, con la ayuda inestimable de su prima, que se daba cierto aire a Susana Estrada en el talante y en lo físico, en seguida se rodeó de otros admiradores menos intelectuales y más por la labor.
Luego, demasiado tarde, nos enteramos que se habían cepillado a la mitad de los nonainos de la zona. Eran chicas liberadas que no estaban por los lloriqueos izquierdistas de gente que, diez o doce años más tarde, renegarían también de su historia y su pasado, y además tampoco éramos ninguno unos tarzanes flamencos, que era lo que venían buscando con el diu entre las piernas. Se marcharon a las dos semanas, dejando un perfume de alada en nuestras conciencias, un saborcillo a haber hecho el primo una vez más, como casi siempre, porque nosotros no es que folláramos poco o folláramos mal, es que no follábamos nada (qué más quisiera yo que esto fuera una crónica de sexo y activismo). Lo que podrían haber sido en nuestras biografías dos francesas de leyenda quedaron así convertidas, y ya es malage, por desgracia, tan sólo en la leyenda de dos francesas.
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