Jarcha cantaba «Libertad sin ira» en un single de promoción, muchísimo antes de que las revistas de la casa dieciséis dieran en regalar discos compactos o vídeos culturales y atlas gigantes para no perder clientes, y en toda España la gente se preparaba para votar como quien va a los toros, como quien vela armas, como un niño pequeño en su primer día de colegio, entre el temor y la ilusión, relamiendo por anticipado el regusto de una sensación inédita.
Nosotros éramos demasiado jóvenes y, por segunda vez en pocos meses, no por última, nos negaron el derecho al voto. Creo que en el fondo, aunque nos escociera un poco, no nos importaba. Hacía semanas que el centro de nuestras vidas era el proyecto de revista que Téllez y yo íbamos perfilando al mismo tiempo que los políticos en campaña, reclutando firmas, atrayendo apóstoles, convirtiendo infieles. Miguel Martínez, nobleza obliga, aceptó de buen grado la distinta encarnación de nuestro fanzine dedicado al comic y se le nombró dibujante oficial de la revista. Manolo Chulián, en cuestión de escribir, tenía dos manos izquierdas, ¿pero quién le decía que no cuando su casa era base de operaciones, el centro logístico de todas nuestras estrategias, el santuario por el que nos movíamos como un puñado de okupas? Juanito Mateos no escribía nada, o lo que iba haciendo no llegaba a un buen nivel (se formaba un lío con las comas), pero era tan agradable y se hacía querer tan bien que se convirtió un poco en la mascota del grupo, y de ahí pasaría a ser, en los meses venideros, verdadera piedra angular de su supervivencia.
El mismo día de las elecciones me paseé por las calles llenito de envidia, deseando participar de aquella fiesta aunque fuera en calidad de espectador, seguro de que el aire sabía distinto, de que los coches circulaban más lentos, de que la vida en primavera podía tener en efecto banda sonora incorporada y argumentos de Hollywood con final feliz. Di, como siempre, el paseo rutinario por las librerías cercanas a mi casa, y en una de ellas, para mi sorpresa, encontré a Mandrake el mago besando la espalda de una señorita desnuda. Reconocí a Valentina. Volví la revista, que tenía lomo celeste y era carísima. Un simio astronauta me miró desde la portada. Moebius. Pasé las páginas, con ese temblor de dedos que había experimentado muchas veces en sueños, cuando imaginaba estar visitando lo que luego he comprendido era una librería especializada. Allí estaban Corto Maltés, Arzach, Valentina, juntos y revueltos todos, en alegre armonía. El tebeo adulto que siempre habíamos soñado, Tótem, la revista del nuevo comic, ante mis ojos, como los labios de una muchacha dispuesta.
Fue ese descubrimiento, y el de Trocha apenas dos días más tarde, lo que me hizo comprender que el cambio era irreversible. Más que las declaraciones de los políticos, más que las propias elecciones, más que la sonrisa de Suárez y los mofletes carnosos de Felipe González, yo medía la libertad conseguida por aquello que me atañía, por lo que me interesaba de modo inmediato. No me permitían votar, ¿pero qué importaba si podía coger del árbol las manzanas prohibidas, si podía comer hasta hartarme de esa fruta madura? No me permitían votar, pero volaba.
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