Dos veces, dos, me han hecho darme la vuelta y mirar alrededor en tiempos recientes. No es que uno no lo supiera ni lo sospechara, pero hay cosas de las que todos preferimos no darnos cuenta. El primero fue el amigo ex político en activo, quien, a pesar de su probado amor hacia la ciudad él mismo, y a punto para la prejubilación, se quejaba del contraste que ha encontrado entre este sitio y otros sitios (al contrario que muchos gaditanos que se las dan de poeta, él sí que ha viajado). Su veredicto me descolocó un tanto: “Cádiz va a quedar para ser una ciudad de viejos”. Y remató: “De viejos ricos, además”.
Hace unos cuantos días, me confirman lo mismo desde el punto más alejado: médico de urgencias 061 a la que nunca había visto con el uniforme naranja de faena. La he tenido siempre por una muchacha serena, y ahora la ropa le presta una dureza de piloto de caza o soldado israelí que me choca. Charlamos de sus compañeros de clase, que también fueron mis alumnos, qué es de uno, qué es de otro, y entonces le comento la de cosas que, por su profesión, tendrá que ver cada día. Y ella me descubre entonces que hay una gran diferencia entre las salidas de urgencias de poblaciones cercanas, como Jerez, donde hay mucho accidente de tráfico de jóvenes inconscientes, y la capital, donde suelen ser problemas de gente mayor a la que hay que auxiliar a toda prisa. Porque Cádiz, me comenta, tiene una gran población de viejos y en su oficio se nota.
Esa, me temo, es la gran verdad de nuestra situación: nos quejamos de que hay pocos niños y por eso los colegios andan a la gresca; y que la gente tiene que emigrar a otros sitios, cerquita o lejos. Pero lo que se quedan no sólo lo hacen con el deseo de envejecer aquí: es que muchos, muchísimos son ya viejos. Sale usted a dar un paseo y los encuentra, activos y pasivos, altaneros o encorvados, con bastón o con muleta, arrastrando el alma contra el tacataca en ocasiones. Y entonces se da cuenta de que la ciudad que hemos construido nunca ha tenido en mente que algún día estas aceras, estos semáforos, estas casas iban a ser habitadas por viejos.
Las barreras arquitectónicas no sólo afectan a los discapacitados extremos; también afectan a nuestros ancianos. ¿Cómo es posible que haya semáforos en la Avenida que apenas permiten cruzarla en veinte segundos mientras otros (el que conecta el McDonald´s a la Glorieta Ingeniero La Cierva) duran sesenta y cinco? ¿Cómo no tiene la misma Residencia una rampa de acceso que no obligue a subir más escalinatas que en Versalles ni a desviarse cien metros? ¿Cuántas casas y cuántas barriadas hay donde la población se va haciendo mayor y no disponen de un ascensor para salir a la calle, ni posibilidades arquitectónicas para colocar uno, ni medios económicos (con la miseria que cobran con sus pensiones) para instalarlo? ¿Y cuántos, teniendo ascensor, cuentan con el obstáculo final del gran fallo de diseño de colocar diez o doce escalones traicioneros antes de salir a la casapuerta y la luz de la calle? La Junta de Andalucía dicen que promete y subvenciona en algún caso después de enormes papeleos, ¿pero qué hacemos desde el Ayuntamiento?
Está muy bien que nos preocupemos de nuestros jóvenes y sus movidas, de subvencionar a fondo perdido festejos populares, de potenciar el turismo (¡pero nunca a costa de los que vivimos aquí!) y hasta de agasajar a esos mismos viejos de los que les hablo un par de veces al año. O llevarlos de excursión, a los que pueden y todavía tienen espíritu. Pero es poco. Siempre es poco. Si Cádiz se va a convertir en la Florida de España hay que acondicionarla y hacerla más cómoda y más humana, porque algún día esos ancianos seremos muchos de nosotros, o lo serán esos jóvenes que lo mismo acaban, paradojas de la vida, viviendo sobre el mar en modernos palafitos: algún día también ellos querrán llegar a tierra y les costará trabajo.
(Publicado en La Voz de Cádiz el 11-06-07)
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