Nadie habría sido capaz de imaginar que apenas faltaban nueve años para el fin del mundo. Ahora que habíamos dejado atrás las incertidumbres de la Gran Guerra, la paradoja era que a nosotros, seres de luz, no iban a darnos muerte las sombras, sino el ruido. En ningún lugar está escrito que el trueno sea más fuerte que el relámpago.
Ajenos al destino, mientras tanto, bailábamos. Éramos dioses de tiempos modernos. Para nosotros sólo contaba la gloria de un presente eterno. En el vientre protector de las salas de proyección, latía ya una raza de inmortales por derecho propio. Y yo era uno de ellos. Yo era el primero entre todos ellos, en realidad, lo cual no estaba lo que se dice nada mal para un jovencito medio judío que en su día pudo haber aparecido en los pasquines bajo la palabra indigente.
Dicho en otras palabras: teníamos fama, juventud y dinero, y resultaba difícil valorar cual de las tres cosas nos importaba más y levantaba mayores causas de admiración (o de envidia) entre quienes seguían nuestro trabajo no sólo en aquellos Estados Unidos de América a los que yo había venido con miedo en el cuerpo y mareo en el alma en busca de fortuna y pan, sino en todo el mundo. Habíamos inventado un medio nuevo, y habíamos conseguido derrotar el espectro de Babel: en cualquier lugar del planeta donde hubiera un proyector y una fila de asientos podían entender nuestras pantomimas y disfrutar de nuestras cabriolas. No era mal precio que pagar por todo aquello: unos cuantos moratones en el culo, y algún que otro picor en el rostro de tanto maquillaje blanco para que la calidad de la película que empleábamos no nos hiciera parecer espectros ciegos.
Dicen que el Dios de mi madre (y tal vez el Dios de mi padre; creo que yo soy ateo, más o menos) creó el mundo en seis días. A los hombres del cinematógrafo les había bastado un par de décadas para mejorarlo. Había quien ya se atrevía a decir que hacíamos arte, y lo cierto es que las películas de un solo rollo y anécdota fotográfica habían ido convirtiéndose, de la noche a la mañana, en aventuras de cuatro, de seis, de ocho rollos, donde se desarrollaban historias complejas y, sobre todo, se perfeccionaba una técnica día a día. Era esa misma aceleración de la tecnología que nos daba vida lo que iba a sacrificarnos antes de que terminara esta década que acababa de empezar, pero entonces ni conocíamos ni sospechábamos nuestro destino. Los locos años veinte, los llamarían más tarde. La época de las flappers, la música sincopada heredera del ragtime, las especulaciones bursátiles y, lo peor para muchos, la Prohibición, cosa que a mí no me afectaba demasiado porque soy abstemio, ventajas de haber temido durante muchos años convertirme, como Hamlet, en el fantasma de mi padre muerto.
Cada noche, en Hollywood, era una fiesta, y cada noche, en Hollywood, se me esperaba con ansiedad. O, más concretamente, esperaban mi nombre y mi personaje, no mi persona, no mi cara ni mis canas prematuras ni mis gestos propios. Ni mi voz, claro. El mundo adoraba al vagabundo, no al Charlie Chaplin auténtico que yo era. Mi creación era mi máscara: mi bombín, mi bigote, mis zapatos enormes, mi chaquetilla estrecha, los pantalones anchos, el bastón de vida propia. Pero cuando gritaba la palabra "¡Corten!" y todos nos dábamos golpes de felicitación en la espalda y corríamos a los camerinos a quitarnos el maquillaje, el vagabundo desaparecía y volvía a la vida el hombre pequeño y meditabundo que yo era, el que no tenía que ocultar su personalidad bajo una máscara porque era anónimo, un individuo corriente que ahora vestía chaqueta blanca de smoking y trataba de seguir las conversaciones aburridas que no me interesaban lo más mínimo. La gente me identificaba por mi icono, no por mi rostro: ése era el motivo por el que, cuando Douglas, Mary, David y yo decidimos crear nuestra propia compañía, yo fuera el único que compareció ante los fotógrafos y las cámaras no vistiendo los elegantes tuxedos del apuesto Fairbanks ni las polainas de Griffith ni los encantadores visones de la novia de América, sino mi disfraz de vagabundo cinematográfico. Nunca he tenido demasiado claro que conservar ese anonimato fuera malo o bueno. Hubo momentos en que fue una cosa, hubo momentos en que fue la otra. A veces es conveniente tener una cara de goma que se estira y te convierte en un ser diferente, a veces es agradable que te sirvan más pronto el café y salga el director del banco a estrecharte la mano. Suponiendo, claro, que yo tuviera necesidad de visitar banco alguno: no me fío de nadie que administre por mí un dinero que iba ganando con cada caída de culo y cada erupción en la piel, las secuelas más incómodas de mi trabajo.
Incluso en la diversión se cae en la rutina. Eso debe ser lo que nos lleva, a veces, a meternos en más líos de lo que es aconsejable. El oficinista sueña con tirarle los tejos a la secretaria del jefe, a pesar de que en casa lo esperan su esposa de veinte años y una prole hambrienta de su presencia y de los suplementos del periódico que les regala cada domingo, y si se presenta la ocasión, aprovechará cualquier esquina, entre muebles de metal y archivadores polvorientos, para satisfacer la curiosidad y responder la pregunta que se plantea siempre uno en estos casos: no si será capaz o no de hacerlo (pregunta que sólo se presenta una sola vez en la vida, me temo), sino si todavía existe la vieja magia interna, el antiguo fuego propio. Una vez más, creo que sé perfectamente de lo que hablo. Yo mismo soy capaz de confesar mis defectos sin que haga falta que me apunte nadie con un treinta y ocho.
Existe, ya digo, la rutina de lo divertido. Cuando una fiesta se parece demasiado a otra, cuando el champán se vuelve tibio y los canapés saben a repetición de los que alguien ideó cinco o seis fiestas más atrás, la semana pasada o ayer mismo. Hay ocasiones, en esas noches de cálida luz azul que nos regala siempre el clima de la ciudad de Los Ángeles, en que lo que te apetece es quedarte en casa delante de un libro, saboreando un consomé o escuchando música en la gramola, sobre todo en aquellos tiempos en que todavía no nos había robado la radio un trozo de nuestra gloria. Pero sucede que, en ocasiones, hay sitios donde tienes que estar porque se espera que estés, y sabes que de tu presencia depende que una fiesta sea un éxito o un fracaso, o lo que es lo mismo, que se firme el acuerdo para una serie de películas o que alguien se olvide de ti de un día para otro: si no de ti, al menos de tus amigos. Y como tus amigos pueden ofrecerte una película cuando las cosas te vayan mal, o invitarte a un viaje al Caribe en su yate o a una porción importante de cualquier aventura que reporte beneficios, hay que dejarse ver y cumplir religiosamente con el protocolo.
Esta era la noche de Douglas. Lo que celebrábamos era su éxito, a la espera de que yo terminara mi propia producción, que llevaba en secreto y prácticamente ocultándome de todos (compañías rivales, cómicos rivales, directores rivales, esposas rivales: hay ocasiones en que en este negocio no te queda un solo amigo). Y, mientras la gente iba sonriéndose y saludándose (o frunciéndose el ceño y esquivándose), y los camareros servían refrescos burbujeantes a falta de algo con más espíritu (y pido perdón por el juego de palabras tan poco digno de mi talento), Douglas se retrasaba y yo me veía convertido, sin quererlo, en el centro de atención de propios y extraños. Siendo además inglés de nacimiento, y hasta el día que me muera, espero que dentro de muchas décadas y en algún sitio hermoso y lejano, se suponía que yo habría de hacer gala de la educación exquisita que nunca recibí: no te da tiempo de elevar el meñique mientras robas una manzana o corres con los polizontes en los talones haciendo sonar el silbato.
Roscoe Arbuckle, orondo, bonachón y entristecido, mi principal rival del momento (y no es que quiera despreciar a Buster ni a ese chico del guante blanco y las gafas de empollón que empezaba por entonces, pero Roscoe tenía clase), parecía no llevar demasiado bien aquello que, desde hacía unos meses, iba a acabar por convertir al país en una banda organizada de delincuentes anónimos. Ajeno a la fiesta, sentado en un rincón de esa manera con que se sientan los gordos, en equilibrio entre sí mismo y su incomodidad, miraba una botella de Coca-Cola como si se le apeteciera combinarla con algo más fuerte que llevara oculto dentro de alguno de los bolsillos de su enorme chaqueta, o quizá estuviera imaginando que la peculiar hechura del envase era una de aquellas muchachitas del coro que siempre revolotean alrededor de nosotros, los actores. No seré yo quien diga que hice muchas veces asco a sus ofrecimientos.
Allí estaba yo, engalanado, de punta en blanco, centro y alma de una fiesta que no era en mi honor (Douglas se retrasaba más de la cuenta, pero los periodistas son como son, sobre todo los días de estreno), teniendo que soportar las sonrisitas y los comentarios de gente que no me importaba nada y que, peor aún, creía conocerme simplemente porque se había reído con mis gracias en la pantalla. Estaba aquel multimillonario tan estirado que me ponía de los nervios, por ejemplo. Uno no le pregunta a un ingeniero qué puente está diseñando, ni a un dentista cuántas caries espera arreglar al día siguiente en la consulta, pero si te dedicas al teatro, aunque no sea al teatro verdadero, sino al cinematográfico, todos se creen con derecho a preguntarte por tu próxima película. Como si el patio estuviera para ir soltando ideas a quien no conoces, te la roben en un plisplás y de pronto te encuentres que ya te han rodado la historia.
Si yo era dinero nuevo, aquel tipo era dinero antiguo, y se encargaba de dejarlo claro en cada gesto afectado, la manera en que encendía un cigarrillo y fruncía el ceño, cómo se arreglaba los gemelos y parecía no molestarle el cuello duro ni lo apretado de la corbata. Por dinero antiguo quiero decir dinero respetable, heredado de los esfuerzos de algún antepasado que había labrado su fortuna vendiendo Winchesters o agua de fuego a los indios o comprándoles islas a cambio de baratijas: no hay nada que absuelva más de los pecados que el paso de un par de generaciones y los convenientes óbolos a la política o la iglesia. Yo había visto a aquel tipo, alto, guapo aunque con la nariz quizá un punto demasiado grande (observación que no viene mucho a cuento tratándose de mí), de habla grave y ojos encendidos, jugar un par de manos de póker en una timba improvisada en el piso de arriba. Desplumó sin problemas a un par de jóvenes músicos de la banda que no eran capaces de hacerle sombra, sin resquemores pero tampoco sin burlas, y ahora, doscientos dólares más rico, había olvidado sin duda que acababa de convertir la noche en un infierno para aquellos dos incautos que habían soñado con ganarse unos dólares extra más allá de la paga por su trabajo. Allí en el escenario estaban los dos ahora, tratando de animar la fiesta aunque la procesión iba por dentro. El saxofonista tocaba como si la cosa no fuera con él, y eso que era quien se había empeñado en apostar confiado en tener una pareja de ochos cuando quien se llevó el montante fue una escalera de color, pero el del contrabajo no dejaba de dirigirle miradas mortíferas a su colega. Supe que si no lo estrangulaba esta noche con las cuerdas de su instrumento, la suya sería una amistad para toda la vida, pero como dicen, nadie es perfecto.
—Un medio fascinante el suyo, señor Chaplin —me comentaba el millonario, sin darle ninguna importancia al hecho de que yo también fuera camino de serlo pronto—. Tan creativo. Tan emocionante. Tan... de nuestro tiempo. En más de una ocasión me he sentido tentado de invertir en las películas, ¿sabe?, aunque mis asesores siempre me disuaden para que no me mezcle en negocios con judíos. Como si el dinero entendiera de razas. Dicen, además, que esto del cinematógrafo será flor de un día, pero me permito ponerlo en duda. Así que, de momento, continúo inviertiendo en tierras, y en buen acero de Pittsburgh.
—Lástima que se terminara la guerra, ¿no? —dije yo, estirando con disimulo el cuello para ver si Doug y Mary aparecían por fin—. Da no sé qué pensar en todas esas balas y todas esas bombas que están ahí, cogiendo óxido, sin que nadie las utilice.
El millonario se encogió de hombros, sin captar mi pinchazo, como si alguna vez hubiera pensado en esos mismos términos.
—Altos hornos, fábricas, obreros con aspiraciones soviet ... Menos mal que vivimos en América, señor Chaplin. Aunque lo cierto es que los tiempos que corren se barruntan aburridos. Aquí me tiene, cruzado de brazos, condenado a arriesgar en bolsa nada más.
—Mejor la bolsa que la vida, amigo Lamont, me imagino.
—Es tan prosaica la existencia a veces... Por eso les envidio a ustedes los actores, se lo aseguro. Al menos tienen la oportunidad de reiventar el mundo a su gusto. ¿Juega usted al tenis?
—Estoy aprendiendo —mentí, cualquier cosa menos enfrentarme con este tipo y no partirle la raqueta en toda la crisma; todavía faltaban unos años para que formara pareja con Julius Marx—. Necesito el codo para jugar en escena con el bastón, ya sabe.
Él asintió, como si supiera, pero no sabía.
—No es mal deporte, pero resulta demasiado largo y cansino. Últimamente me interesa más el polo.
—Interesante actividad. Lástima que haya que ahogar a todos esos caballos.
—Un año de estos me tomaré unas vacaciones de Stark & Cranston y me armaré de valor.
—¿E invertirá en las películas? ¿Con todos esos judíos?
—Aún mejor. Estoy buscando un piloto que sea capaz de llevarme al Himalaya. O a las junglas de Brasil, aún no lo he decidido.
No pude evitar arquear una ceja, y demasiado tarde deseé que no lo tomara por un tic gracioso y soltara allí mismo una carcajada. A veces da cierta grima que haya gente que se ría con tus muecas en pantalla cuando en la vida real le volverías la cara por la calle o estarías dispuesto a arrojarle un cubo de agua desde lo alto de una puerta.
—El abuelo encontró oro en Alaska —me confesó, como si fuera la cosa más normal del mundo—. Algún día tendré que repetir su hazaña. Para demostrar que la vieja sangre familiar no se nos ha helado en las venas.
A mí me pareció que en el Himalaya lo que se le iba a congelar era aquella nariz, pero no dije nada. Así que la fortuna familiar, pensé, no venía de emborrachar comanches, sino de estafar a inuits. Entonces recordé que todo el mundo tiene dos abuelos, y decidí que probablemente aquella sangre imposible de congelar tendría un poco de cada cosa. Me abstuve también de comentar que, de acuerdo, sus parientes podrían haber sufrido penurias sin cuento buscando oro en Yukon (¿podría haber allí material para una película? ¿Sería capaz David de encontrar otro filón?), pero contratar a un piloto y hacer que te llevara a lo alto de un pico perdido en medio del Tibet no tenía ni la mitad de la gracia.
—Conozco a un par de pilotos que quizá puedan ayudarle —dije, pensando que en el fondo podría estar haciéndoles una faena a Willy Barness o a Kent Allard, pero, veteranos de batallas aéreas sobre los campos de Francia, sé que los dos se aburrían con más motivos que este hombre a quien el dinero había comprado un tiempo que no sabía en qué emplear.
La conversación se agotaba en sí misma y nadie venía a rescatarme. El único miembro del elenco que ya estaba en la fiesta, Noah Beery, hacía honor a su apellido y, con ley seca o sin ley seca, se tambaleaba más de lo aconsejable, pese a los esfuerzos de su hermano Wally, que antes había anunciado a los cuatro vientos a cuanta jovencita se le acercó que estaba haciendo de indio malvado en El último mohicano (una suerte que en la película no se registraran aquellos gritos que más parecían indicar que se había pillado los dedos con la tapa de un piano). Poco a poco la fiesta se había ido llenando de productores, directores, actores, actrices, chicas del coro y camareros que querían una oportunidad para demostrar que también ellos sabían gesticular, pero el homenajeado, el hombre de la noche, Douglas Fairbanks, no aparecía. Conociéndolo como lo conocía, me imaginé que estaría preparando alguna de las suyas y que entraría en escena cuando menos se lo esperara nadie, pese a que desesperábamos todos, descolgándose desde alguna ventana, o lanzándose al aire desde una de las lámparas disfrazado de El Zorro, el personaje que hoy mismo lo había hecho ascender un nuevo peldaño en la escalera de la fama: para eso me había asegurado yo de que estuvieran bien sujetas al techo, no fuéramos a acabar el estreno con alguna desgracia.
He visto un par de desfiles presidenciales, he actuado en giras para recaudar fondos para la guerra (en una de ellas fui testigo del romance entre Doug y Mary), así que no me extrañó cuando de pronto toda la calle se llenó del sonido de motores y las luces de los faros y el estallido continuo de los flashes de los fotógrafos: por la cara de susto involuntario que ponía más de uno, fui capaz de distinguir a quienes eran veteranos de las trincheras.
Y entonces allí aparecieron por fin, Douglas Fairbanks, Mary Pickford, Tote Du Crow, Marguerite De La Motte, y el director Fred Niblo, quien durante el rodaje ya había estado intentando engatusar a Doug para que cambiara el Zorro de esta noche por el Dartagnan de alguna película futura. Los asistentes a la fiesta estallaron en aplausos, el camino de acceso hasta la entrada de la mansión se cubrió de luces amarillas, y aunque vi que Doug y Mary y los demás saludaban y sonreían, noté que pasaba algo extraño.
La puerta se cerró, dejando fuera al mundo de los sueños de la gente normal, y los recién llegados se dispersaron por la sala, recibiendo saludos y buscando, quien más quien menos, algo que llevarse a la garganta. Sólo Doug se quedó allí de pie, cabizbajo, entristecido. Por un momento, casi podría haberse pensado que la reacción del público al estreno de La marca del Zorro había resultado un fracaso, cuando en realidad el éxito había sido clamoroso. Extendí la mano para estrechar la de mi amigo y felicitarlo, pero él no abrió el puño.
—¿Ocurre algo, Doug? ¿Te encuentras mal?
Douglas levantó la cabeza y me miró. En sus ojos había una expresión de tristeza que después intenté imitar media vida, hasta dar con ella en algún momento de mi interpretación de Calvero en Candilejas .
—Un matrimonio salía del estreno. Con su hijo, un chico de unos diez años —susurró Douglas, la voz rota—. Yo acababa de firmarle un autógrafo junto a la alfombra roja. Un ladrón los asaltó en plena calle, cuando iban a subir a su coche. Los mató a los dos, a bocajarro, delante del muchacho. Ni siquiera escuchamos los disparos, con el estampido de las cámaras de los fotógrafos.
Abrió entonces la mano, y de su palma cayeron al suelo dos perlas desenhebradas de un collar arrancado por la fuerza, manchadas de sangre todavía.
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