Hace mucho tiempo, en una galaxia lejana, tan lejana como nuestra adolescencia, una película intrascendente vino a darle un vuelco a Hollywood y a marcar, sin saberlo ni imaginarlo, cómo iba a ser el cine del futuro, que es nuestro presente.
En España la llamaron “La Guerra de las Galaxias”, una aliteración algo difícil de pronunciar que contradice un tanto lo rotundo de su título original, “Star Wars”. Aunque ahora todos estamos acostumbrados a los efectos especiales (hasta el punto de que ya no se distinguen de la imagen “real”, y no hace falta recordar que el cine mismo es un efecto especial todito entero), aquel 25 de mayo de 1977 presentó al público una estética y una narrativa completamente nuevas, basadas en la espectacularidad de su puesta en escena, en la precisión de los efectos visuales, realizados con ayuda de ordenadores que milimetraban el movimiento de las maquetas, y en la sencillez de la historia.
Ahora que ya sabemos que son seis películas, varias series de televisión, un imperio de merchandising, cuesta también trabajo recordar que los años setenta, para el cine, habían significado el ascenso del hombre mediocre, el ciudadano medio: en un curioso conato de suicidio, Hollywood había sacrificado su glamour y el cine ya no ofrecía ni la belleza de las estrellas ni el atractivo de lo desconocido. Dicen que porque Vietnam y la derrota allí recibida marcó los sueños y la realidad de una generación entera de americanitos.
Parafraseando a la Biblia, en el principio fue la nada. Y entonces llegó George Lucas, veintipocos años, uno de los directores prodigios que habían crecido a la sombra de Francis Ford Coppola, quien un par de años antes había tenido un éxito sin precedentes con una película costumbrista, American Graffiti, con la que había hablado directamente al inconsciente colectivo al recordar la adolescencia en un pueblito miserable, las noches de marcha y aburrimiento, el sueño por escapar al destino impuesto por generaciones de conformismo. Con la ayuda de una banda sonora que era tan parte de la historia como el argumento mismo, Lucas obtuvo el dinero suficiente para embarcarse en un proyecto que le ocuparía ya para los restos toda su vida.
Una historia de ciencia ficción que bebía por igual de los viejos seriales cinematográficos de los sábados y los tebeos de Flash Gordon, donde se mezclaban las aventuras de capa y espada con los cazas de la Segunda Guerra Mundial, las influencias del maestro Akira Kurosawa y un claro regusto a película del oeste. Pese al éxito de su anterior film, nadie quiso financiarle a Lucas este proyecto, que fue rechazado por todas las grandes productoras, hasta que Alan Ladd Jr., el hijo del famoso actor, se dejó convencer. Dicen que Lucas, para que los productores pudieran visualizar lo que tenía en mente, contrató al ilustrador Ralph McQuarry para que, mostrando las bellas láminas a unos socios capitalistas que uno no imagina muy despiertos, se hicieran a la idea de lo que quería que apareciese en pantalla. Y dicen también que lo que finalmente convenció a los que sueltan la pasta fue que uno de los personajes de la película era un mono (Chewbacca), y la productora había ganado mucho dinero unos años antes con la saga de “El planeta de los simios”. De cualquier manera, Lucas tuvo que renunciar a buena parte de su sueldo como director y guionista a cambio de una bagatela: los derechos de posibles continuaciones y la comercialización del producto. Eso, a la postre, sería su fortuna, pues hace treinta años no existía la venta de camisetas, llaveritos, tebeos, muñequitos y demás memorabilia, y el vídeo y el DVD eran todavía cosa de ciencia ficción.
La película se rodó en Londres y en Túnez en el año 75, y tuvo que esperar casi año y medio a que los efectos especiales estuvieran terminados. No contaba con grandes estrellas (sólo Alec Guinness y, en menor medida, Peter Cushing), siendo el resto de los actores prácticamente jovencitos desconocidos en pantalla, aunque hoy nos cueste trabajo asimilar que hubo una generación que no conoció a Harrison Ford. Un atribulado Lucas mostró un montaje sin terminar a un grupo de directores amigos (Coppola, Spielberg, John Millius –en quien se basa el personaje de Han Solo--, John Carpenter), y todos se le rieron en la cara y le dijeron que había tirado el dinero. Menos uno: sólo Steven Spielberg auguró a Lucas un éxito sin precedentes.
Se estrenó en el Teatro Chino de Los Ángeles y en apenas treinta salas de Estados Unidos: un lanzamiento ridículo. Sin embargo, las colas para el estreno daban varias vueltas a la manzana. Lucas fue el primer sorprendido, agazapado en una cafetería cercana a la espera de ver la reacción del público, pero lo cierto es que un preestreno en la convención de San Diego unas semanas antes había creado entre los aficionados a la ciencia ficción una envidiable publicidad boca-oreja.
Al momento tuvieron que hacerse copias y más copias. La banda sonora de John Williams se convirtió en parte indispensable de la saga, y un avispado músico de laboratorio, Meco, hizo una versión discotequera que sonó por todas partes, a todas horas. Con su mezcla de misticismo y espectáculo, con buenos muy buenos y un malo muy malo, aquel cajón de sastre de influencias llegó a todos los públicos. La pregunta no era “¿Has visto ´La Guerra de las Galaxias”? sino “¿Cuántas veces has visto ´La Guerra de las Galaxias´?”. Uno de los muchos jovencitos entusiasmados, desde Australia, sería Peter Jackson, que luego dirigiría la trilogía de El señor de los Anillos. Otro, en Nueva York (y según cuenta drogado hasta las cejas), sería Samuel L. Jackson, quien interpretaría a uno de los caballeros Jedi treinta años más tarde.
La frase “Que la Fuerza te acompañe” se convirtió en mantra de una época, igual que los dos robots que tanto recordaban a El Gordo y El Flaco (aunque estén inspirados más bien en los personajes de “La fortaleza escondida”). En un desagradable giro lingüístico, Ronald Reagan llamaría más tarde “Star Wars” a su sistema de defensa con misiles.
La gran sorpresa la dio Japón: al término de la película, en el estreno, los espectadores salieron del cine en absoluto silencio. Luego Lucas y su equipo descubrieron que ese silencio reverente era la forma de expresar el respeto y el asombro que habían sentido ante la película.
En España la película se estrenó meses más tarde, en diciembre, justo antes de Navidad, con el lanzamiento mediático que ya aseguraba su éxito internacional. En Cádiz se ofreció simultáneamente en dos cines que hoy ya no existen: El Teatro Andalucía y el Cine Gaditano. Las colas fueron inauditas, y la película se mantuvo en cartelera hasta bien entrado el mes de enero.
En verano, en el cine Brunete, pudimos verla más tarde en su reestreno, confundiendo al cielo de verano las estrellas de verdad con las estrellas que aparecían en la pantalla.
A partir de aquella peliculita intrascendente, y de la nada, George Lucas pudo desarrollar su imperio cinematográfico y, tres años más tarde, hacer otro salto sin red y ofrecer la esperada secuela. Pero eso es ya otra historia… o más bien otra leyenda.
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