Ayer hubo outing en el club. Ya saben ustedes, el club de mi casa, donde nos reunimos los amigos a cenar un par de sábados al mes, y que tiene como momentos culminantes la cena de Navidad (que hacemos un par de semanas antes de Navidad), y la cena de Carnaval, donde nos ponemos como el quico de queso y pan calentito y me temo que pasamos un kilo de las actuaciones en la tele, motivo por el que Vicente Q. no viene nunca.
Ayer hicimos una escapada fuera de las murallas de casa. Al nuevo restaurante indio que han abierto en Cádiz. Uno confiesa que está un poco hasta el colodrillo del sota, caballo y rey de la pizza, el pescao frito o el rollito de primavera, y como el restaurante japonés de Chiclana nos queda muy lejos, habría problemas con las restricciones cerveceras, y además tendríamos un caos con uno de nuestros miembros, que no come frío, acudir en tromba al restaurante, que es pequeñito-pequeñito y donde el aire acondicionado funciona a la mínima suponía una suerte de aventura.
No pudo venir ni el citado Vicente, ni Miguel (ambos de cumpleaños externos al club, abuelita y nena, respectivamente), ni Tomi, nuestro corresponsal-exiliado en Albión, pero eramos ocho. Ocho, santo cielo. Imagino que los dos cocineros cuando nos vieron entrar (o mejor, nos escucharon) no sabían la que les venía encima.
Porque, verán ustedes, no es que la comida sea escasa, aunque los platos sean pequeñitos, es que el esbozo que uno llevaba en mente de lo que íbamos a papear se quedó en pañales. Nada más plantarnos allí el primer cuenquecito con las viandas y zas, como estuvieras bebiendo en ese instante, te quedabas sin trinchar el trocito de verdura sazonada con especias ignotas o la carne en su jugosa salsa de curris y demás parientes.
Total, que ahí pueden ustedes imaginarnos, pasando calor y bebiendo cerveza a golpe de campana, y pidiendo platos, platos, y más platos. Las dos camareras (hermanas y residentes en la Viña) no daban crédito a nuestro apetito, y eso que insisto que tampoco fue para tanto, pero se ve que la gente va a estos sitios con cierta preocupación estomacal, porque si no no se entiende. A las cuatro menos veinte de la tarde, un par de muchachitas intentaron entrar a comer... y les dijeron que estaba cerrado. Justo cuando nosotros iniciábamos la segunda mitad del almuerzo. Un rato después, la camarera vino a preguntarnos de parte del cocinero si íbamos a querer algo más, que tenían que cerrar la cocina, y a poco antes de despedirnos nos confesó que nunca, nadie, había comido así en el restaurante.
Fuimos a saludar muy educadamente a los dos cocineros (juraría que uno de ellos era Mohinder, por cierto), y los pobres no salían de su asombro. Encima, no nos costó ni caro.
Nos definió Rodrigo, en una de sus frases que pasarán a la posteridad y que vamos a convertir en lema del club: Da gusto comportarnos como unos auténticos y maravillosos cafres.
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