Me escribe un amable lector de memoria prodigiosa, jerezano y xerecista, recordando un artículo publicado aquí mismo allá por diciembre pasado, en la primera vuelta liguera, donde bajo el título de “La gorra” les comentaba a ustedes mis reflexiones sobre el burdo hecho de convertir el deporte en agresión del grande contra el chico y confrontación de un pueblo contra otro, a cuenta de aquel mocetón que acosó hasta lo indecible, y ante las cámaras, a un hombrecito indefenso que llevaba los colores del Cádiz club de fútbol. Pasados cinco meses y vueltas las tornas, me espeta dicho atento lector a que condene ahora también la violencia amarillista y que otorgue a mi denuncia “la misma repercusión mediática” que a aquel otro absurdo caso, poniendo de paso en entredicho cualquier atisbo de imparcialidad por mi parte.
Qué quiere usted que le diga, lector amigo (y gracias por hacerme escribir estas dos últimas palabras, que hacen que uno se sienta un poco como Cervantes aunque ya sepa que no lo será nunca, ni por el forro), que aparte de quedarme de piedra ante su seguimiento y su capacidad para el recuerdo, pues tas claro, que decía mi abuela. Reflexionaba George Orwell que si había algo peor que ver a dos tiarrones sacudiéndose la badana en lo alto de un cuadrilátero era precisamente que uno de los púgiles fuera negro y el otro blanco. En nuestro tiempo y en nuestro entorno, con la que nos viene cayendo encima y la que nos espera, nada hay más imbécil que dejarse llevar por el lado oscuro y arrasar cuanto contenedor y cuanta farola hay por delante porque un equipo (cualquier equipo, oiga) pierda o gane o empate tal o cual partido. Si además es un partido del montón, como el del otro día, donde no hay nada más en juego que los intereses creados por manos negras de nadie, uno llega a la conclusión de que somos tontos, y que pese a lo que digan la gente bebe en los estadios o antes de los estadios muchísimo más de la cuenta, que volvemos a convertir el deporte en vía de escape de frustraciones diarias y que al final quedamos como unos papafritas todos los demás ciudadanos que, por esas casualidades de la vida, compartimos sitio y momento histórico con estos berzotas. Sean amarillos o sean azulinos, verdiblancos o naranjas, no sé si usted me entiende. Si una diversión, por mucho dinero que mueva, se convierte en causa de violencia, es que algo no anda bien en la cabeza de unos cuantos y es más fácil manipularnos o dejarnos manipular de lo que, a estas alturas ya del siglo veintiuno, quisiéramos.
Decía el maestro Umbral que fascismo es violencia, y sabemos que no hace falta ser alto, rubio, rico y guapetón para albergar sentimientos de racismo y odio hacia quienes, siendo exactamente iguales a nosotros, nos empeñamos en no reconocer como a tales. “Entre tu pueblo y mi pueblo hay un punto y una raya, el punto dice no hay paso, la raya vía cerrada”, nos cantaba Rosa León hace ya treinta años, y explicaba: “pero estas cosas no existen, sino que fueron trazadas, para que tu hambre y la mía estén siempre separadas”.
No se deje usted engañar, lector anónimo, por las tonterías de las apariencias ni las cerrazones de la violencia. Un puñetazo duele, venga de quien venga, y está mal lo propine quien lo propine: si además es por causas necias, está todo tan dicho que temo haberme repetido una vez más en este artículo.
Dicho y condenado está, y por si tiene usted más dudas sobre su repercusión, bien se mostraron además las fotos de la innoble trifulca en las páginas de este periódico. Ahora bien, la duda que me reconcome, y siguiendo el razonamiento cartesiano de su misiva, es qué tiene que ver todo eso con el aeropuerto, el vino, la feria, el tamaño de su ciudad o los atascos y los colegios en la mía. No sé si sabe usted que venir a la vida suele ser un accidente geográfico y económico del que unos escapan y otros, con orgullo, se quedan.
Me despido, fíjese usted, con unas ganas enormes de ponerme a escuchar cierto pasodoble de Los Julianes, del maestro Paco Alba...
(Publicado en La Voz de Cádiz el 14-05-07)
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