La mayoría de ustedes ni sabrá quién es ni les importará un pimiento, pero aquí el fortachón de la foto fue el Tarzán de mi infancia (igual que Johnny Weismuller lo sería de la de mi padre), antes de que, gracias a la tele, lo fuera Ron Ely.
Gordon Scott, posiblemente tan mal actor que sólo duró en esto unos pocos años, pero que fue no sólo el héroe de la selva de Edgar Rice Burroughs (antes, en efecto, de que leyéramos la novela y prefiriéramos para siempre el Tarzán literario al cinematográfico), sino también Hércules, y Maciste (o Goliath), y hasta Buffalo Bill, y Remo (en un duelo final impagable con Steve Reeves, que hacía de Rómulo), y nada menos que el Zorro en un crossover imposible con Los Tres Mosqueteros, chúpate eso.
Cine de segunda fila de la RKO en América y peplums (¿pepla?) en Italia, donde recayó como recayeron otros forzudos como él (porque como bien dice mi amigo Chus Parrado, no eran películas de romanos, sino de forzudos, que es un género distinto). Haciendo de Tarzán, por cierto, dejó de hablar como si fuera tontito, se escaqueó de Chita y, lo que son las cosas, nunca enseñó el ombligo.
Héroe de la chiquillería de barrio, anteproyecto de esos héroes hipermusculados que luego invadieron las pantallas, su físico no era imposible y en el cole algún macarrilla hasta trataba de imitarlo sin demasiado éxito. Se enfrentó, como Tarzán, a un malo muy feo con salacot que luego se hizo famoso: Sean Connery.
De una de sus películas de romanos (que es un género distinto, sí, al de forzudos), fue la primera vez que me salí del cine, algo que luego no he hecho más que en dos o tres ocasiones. Héroe sin patria, se llamaba aquel espanto, cine Brunete, una noche de verano de principios de los setenta.
Se ha muerto, viejito y solo, a los ochenta años.
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