Para que luego me vengan con que las novelas las escriben los novelistas y no, como suele pasar, que lo hacen ellas solitas.
Ando liado, lo saben ustedes, con una historia nueva. De terror la cosa, según creo. Ciento diez páginas donde de momento lo que domina es la soledad y el silencio. Una idea que tenía muy clara hace unos años y que ahora, conforme le meto mano, se va desdibujando de lo previsto y tiene, sí, su propia vida.
Estuvimos esta Semana Santa con Victor Anchel y familia visitando Cádiz (porque la historia, en efecto, se desarrolla en esta tierra), y un par de vistazos a las torres miradores y la Bella Escondida me encauzaron hacia ahí: ahora, en la novela, las torres tienen un papel protagonista que, inconscientemente, ya había esbozado el narrador principal en el tercer capítulo ("Yo vivía en una torre de torres").
Hasta ahí, de momento, el detalle. Viene ayer a casa mi amigo Juan Estela, que es impredecible y aparece siempre cuando no te lo esperas y a quien veo muchas menos veces de las que debiéramos. Como siempre, me pregunta por lo que estoy escribiendo, y le cuento, más que el argumento, la reflexión de que en el fondo la novela va a ser una especie de partida de ajedrez entre torres. Y ni corto ni perezoso Juan empieza a contarme el caso real de una torre concreta, y del inquilino que vive en ella, y de las cosas verdaderas que allí pasan, no necesariamente terroríficas, y sin que nos diéramos cuenta me ha resuelto no sólo el capítulo que me toca ahora, sino buena parte de las motivaciones aún no demasiado claras de la novela toda. Justo en el momento que tocaba: un par de capítulos después quizás habría sido demasiado tarde.
A esto, en ciencia, se le llama serendipia. En literatura debe ser, ya digo, la pulsión de los libros por ser libres y redactarse solos.
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