Mientras me redactaba, mi autor pasó malos ratos y también ratitos buenos. Había días que se lo llevaban los demonios porque yo no le salía como él quería, y otros tantos en que terminaba la mar de contento porque, al parecer, la forma que me iba dando era exactamente la que imaginaba, o mejor todavía.
De vez en cuando, echaba de menos la época que conocieron mis hermanos: el poder arrancar la hoja a medio rellenar del carro de la máquina, hacer una bolita de papel y tirarla a la papelera o, cuando fallaba, al mismo suelo. Como hace años que mi autor escribe en ordenador, dice que no es lo mismo pulsar la tecla de borrar cuando no está contento.
Mi autor, como muchos escritores, es algo raro. Ya lo había ido notando yo a medida que me daba forma: de pronto se ponía lírico, de pronto violento, después romántico (así he salido). Me daba una batida y me engordaba de pronto cuarenta páginas en un mes o me dejaba en dique seco durante un año entero, olvidado de mí, en suspense yo mismo de lo que iba a acabar siendo. En alguna tertulia o alguna entrevista solía decir la frase célebre, robada a otros: “A mí no me gusta el hecho de escribir. Lo que me gusta es haber escrito”.
Pero el caso es que, después de año y pico de toquetearme aquí y allá, de pulirme, cambiarme, rehacerme (hay personajes dentro de mí, por ejemplo, que no se llaman como al principio, lo cual hace que a veces me líe cuando me recuerdo), dio el visto bueno, puso imaginariamente la palabra “FIN” detrás de mi último párrafo, y pasó a otra cosa.
Cuando por fin salí publicado, muchos meses más tarde, ya casi se había olvidado de mí: estaba ya metido en otras historias y otros libros, y hacer entrevistas de promoción, acudir a las radios, contestar las preguntas tontas de los periodistas que todavía no me habían leído (y que en muchos casos ni me leerían) le aburría un tanto. Pero allí estaba yo, reluciente, oliendo a tinta y papel nuevo, con la portada en colorines y un cuerpo de letra que, está mal que yo lo diga, pero ni marea en la lectura ni nada. Pueden ustedes hojear, miren, miren, ¿a que es una delicia este tipito?
Mi autor dice que se olvidó de mí, pero yo creo que eso es cierto sólo a medias: en ocasiones, en otras entrevistas, dice que no es capaz de elegir un título de su obra, porque todos son sus hijos. O sea, mis hermanos y yo tenemos el mismo puesto en el corazón (olvidadizo, eso sí) de nuestro padre.
Mi autor se olvidó de mí, porque sabe que desde el momento en que estoy montado, encuadernado, distribuido, vendido y leído ya no le pertenezco a él, sino a mucha más gente. A los lectores. Y cada uno de los lectores ve en cada uno de los ejemplares que soy un mundo diferente y rico.
Yo mismo, por ejemplo. Me compró un señor con bigote en la librería de un aeropuerto. Para matar la espera entre retrasos, hacer más llevadero el vuelo de ocho horas hasta una isla del Caribe y, luego, por las noches, cuando tenía insomnio o el calor o los mosquitos no lo dejaban dormir, darme un repaso.
No sé si me terminó de leer alguna vez, pero el caso es que me dejó olvidado en la mesilla de noche del hotel. Se volvió a España cuando la semana y pico de vacaciones, y el saldo de la tarjeta Visa, dijeron sanseacabó. Yo me quedé allí, abandonado como un perro en una gasolinera. Una sola vez leído, una sola vez consumido, y creí que ya muerto para los restos.
Pero resulta que no. Lupe, la señora que limpia por una miseria las habitaciones de lujo del hotel maravilloso, me encontró allí y, por la suerte de que estoy escrito en el mismo idioma que ella habla y entiende, se quedó conmigo.
El Caribe es un lugar paradisíaco: cocos, palmeras, playas de arenas de oro y aguas transparentes como los ojos de Jennifer Connelly (esta comparación es de mi autor, por cierto). Pero quienes viven en el Caribe, como quienes viven en otros muchos sitios, no siempre tienen tiempo ni ganas de disfrutar de la belleza que el Caribe ofrece. Hay cosas más importantes: el trabajo, la alimentación, la educación, los hijos.
Lupe me leyó en dos semanas, cuando no tenía que ir corriendo de un hotel a otro para hacer las camas y retirar del suelo botellas de ron vacías y vasos con restos de mojitos. Luego, porque una de sus compañeras le preguntaba continuamente si yo estaba bien (la duda ofende, señora), me prestó. Angelina tardó un poco más en leerme, pero me leyó. Y también me leyó su marido. Y su primo, aunque ese sí que tardó un tiempo, porque estaba preparando una balsa con la que escaparse y no tenía mucho tiempo para diversiones ni lo que yo enseñaba (que enseño mucho) tenía una aplicación directa: no soy un libro de navegación, precisamente.
Ya no soy aquel libro de colorines brillantes y papel que olía a nuevo. Ahora estoy lleno de arrugas, hay un par de páginas pegadas con esparadrapo, tengo los picos de muchas páginas doblados (¿es que la gente no sabe marcar de otra forma por dónde va leyendo?), alguna mancha de algo pringoso y colorado, y me temo que el día menos pensado acabaré por deslomarme. Pero creo que he pasado, yo solito, por más de doscientas o trescientas manos en la isla. Sin que mi autor, pobrecillo, haya visto un euro de derechos de autor, qué se le va a hacer.
He comprendido que soy un cofre del tesoro que, para ofrecer sus maravillas, igual que un cofre del tesoro tiene que ser abierto. En un lugar donde los libros son tan caros, y tan escasos, que yo haya ido pasando de mano en mano y de mirada en mirada, para formar parte de la vida y el presente y los recuerdos de todos esos lectores que me han ido deshojando es algo que me enorgullece. Porque para esto estoy, para eso servimos los libros.
Mi autor, ya digo, no ha visto el pobre un céntimo de toda la gente que me ha leído gratis. Y la que me seguirá leyendo. Quizá sepa algún día, si viene a la isla a dar una charla o a pasar las vacaciones en ese mismo hotel maravilloso, entre cocos, palmeras, playas de arenas de oro y aguas transparentes como los ojos de Jennifer Connelly, toda la mucha gente que lo conoce y lo quiere y lo admira gracias a mí.
O quizá no lo sepa nunca, y no le importe, porque lo mismo ha soñado con eso. Convertir un acto solitario en un acto solidario: ser uno para todos, mucho para muchos. Ése es mi secreto y el de todos mis lectores.
Ahora, también, vuestro secreto.
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