Debió ser por los primeros años ochenta (perdonen que me pueda la melancolía y no me levante a comprobarlo), quizá antes de lo de Tejero y poco después del Arca Perdida, unos meses más tarde de que en Cádiz organizáramos unas jornadas de cómic donde se aglutinó toda la provincia. Alguien, en el Campo de Gibraltar, reparó en los tebeos que estábamos haciendo en la capital, entre revistas literarias, fanzines, colaboraciones en revistas de ciencia ficción, las instituciones democráticas y la prensa, y allá que fuimos, Ángel Torres Quesada, Ángel Olivera, Vicente Sosa y yo mismo, hasta La Línea, para conocer a la gente que iba a sacar una revista que pretendía (risas de lata aquí, porfa) medirse en pie de igualdad a las revistas que ya eran leyenda e historia del momento: Tótem, Blue Jeans, Bumerang, 1984, Cimoc. La revista se llamó Tuboscape (por aquello de “tuboescápate”, una expresión a la que yo nunca le vi la gracia, mira por dónde), y allí publicamos las cositas que veníamos preparando como siempre se preparan estas cosas: con ilusión, echando toda la carne en el asador y sabiendo en el fondo que no las iba a publicar nunca ninguna revista de aquellas de papel semicuché y señoras en pelotas cada dos páginas.
Cuando salió el número 1 de la revista, nos llamó la atención una historia dibujada y guionizada (adaptando, creo, un relato de ciencia ficción) por un muchacho de San Roque que no había estado en aquella primera reunión (y única) donde tuvimos una primera toma de contacto con los aspirantes a dibujantes del Campo de Gibraltar. Y nos llamó la atención no porque estuviera algo mejor dibujada que las demás historias de la revista, que lo estaba, sino porque dentro de la historia, que contaba las relaciones de unos niños mutantes, aparecían dispersos comic-books americanos... los mismos comic-books americanos que nosotros, curiosamente, habíamos recibido por correo, gracias a la librería Telio y Mile High Comics, porque en España todavía estábamos en aquel impasse tras la muerte de Vértice, las guadianadas de Surco y la posterior irrupción de Forum y Zinco.
Aquel muchacho se llamaba Carlos Pacheco.
Cuando descubrimos en aquel chaval un alma gemela, vino una época de viajes a San Roque (los menos), de alguna visita de Carlos a Cádiz (las más), y algún encuentro neutral en Sevilla para ver, aventura de aventuras, puesto que la cosa del cine estaba fatal, nada menos que El silencio de los corderos en un cine de barrio. Nos cambiámos los tebeos que íbamos pillando, siempre un paso por delante de lo que llegaba con cuentagotas a las librerías. Éramos jovencísimos, estudiantes paupérrimos. El sueño de publicar superhéroes (que ése era, a fin de cuentas, de siempre, el sueño de Carlos) estaba muy lejos, aún más lejos que Cádiz de San Roque, o viceversa.
Para mí Carlos será siempre aquel chaval que un martes por la tarde, allá por el año 86, estuvo en mi casa charlando de tebeos (creo que acababa de salir Watchmen, o al menos de Watchmen, como casi siempre entonces, charlamos), una sobremesa que se alargaba aunque yo tenía que volver al cole a las cinco y media. Carlos se despidió entonces, se fue a coger el autobús para ir a la estación de autobuses que lo llevaría a San Roque (entonces no tenía aún aquel coche amarillo que se le descuajaringaba cada dos por tres, ni ninguno de los otros coches que ahora tiene: es una aventura montarse en coche con Carlos al volante, por cierto, una experiencia que ya tardan en meter como atracción en Port Aventura, qué nervios). A lo que iba: Carlos se va, yo empiezo a prepararme para ir al cole y cinco minutos más tarde pegan en la puerta (expresión que usa Carlos, dicho sea de paso, nosotros decimos “llaman a la puerta”), y allí aparece una masa empapada con ojitos azules, pero empada-empapada de verdad. Carlos Pacheco. En el trayecto al autobús, le cayó encima el diluvio y tuvo que volverse. Nunca he visto a una persona más mojada en la vida. Total, que le tuvimos que prestar una toalla y al final lo llevé en mi coche (amarillo también, un 127 de tercera mano) a la estación de autobuses. La odisea de ese Carlos empapado, tiritando, con el fiebrón que se pilló hasta que llegó a su casa, merece escucharla de su propia voz.
Hay muchas anécdotas que ya he contado en otros sitios: el buzón en el que, de cachondeo, puso el nombre de Barry Windsor-Smith... y donde llegó a recibir carta de un fan alborozado que casualmente pasó por delante de la puerta. Los primeros escarceos con Forum dibujando posters y portadas. Las primeras ilusiones con Marvel, que no llegaron a nada. La historieta breve de El Caballero Plateado que nunca tuvo continuación. Los proyectos conmigo que tampoco tuvieron continuación, al menos en ese momento. La sorpresa de que hay o había un novillero que se llamaba igual que él... y cuya furgoneta publicitaria aparcó una vez justo delante de su puerta. Su alergia al queso. Su pasión por los trajes de chaqueta y corbata.
Luego, creo que se sabe, el proyecto Baraka. Luego, creo que se sabe también, el proyecto Iberia Inc y las conversaciones de muchas horas al teléfono, descubriendo no sólo cómo se crea un universo de superhéroes, sino cómo se crean los mitos, cómo Stan y Jack y Steve y los que siguieron fueron inventando sus tebeos: dimos con la piedra filosofal, a medias entre lo culto y el más puro pitorreo.
Después, casi de potra, el golpe de suerte. Carlos sabe que está donde está por eso, por un puro golpe de suerte: la llamada de Marvel UK, Paul Neary y Gavin Rodríguez, la muestra de su trabajo, el encargo inmediato de hacer ese tebeo tan malo, Dark Guard, al que Carlos se dedicó en cuerpo y alma, para ir aprendiendo y abrirse paso.
Carlos sabe que está donde está por un golpe de suerte. Un golpe de suerte inicial, por supuesto. Luego, ha tenido que ir demostrando día a día y página tras página y título tras título, cambiando de guionistas, de entintadores, de coloristas y hasta de editoriales, en una búsqueda continua de sí mismo y de su satisfacción como artista. Está donde está porque se pasa las noches en vela, porque aunque su trabajo esté muy bien remunerado, le roba horas de descanso y días de fiesta. Desde el ahora, parece que trabajar para Estados Unidos, publicar en Estados Unidos, es fácil. El mundo se ha hecho pequeño, decimos. Y es verdad. Pero se ha hecho pequeño gracias a Carlos Pacheco. Mucha de la gente que ha venido detrás, mucha de la gente que está llegando, y de la que llegará en años sucesivos, se encuentra y quizá no reconoce que es el trabajo de Carlos Pacheco (y, sí, de Salvador Larroca y de Pascual Ferry) el que les ha allanado el camino.
Como él mismo reconoce, españolito a su pesar y también a su pesar ciudadano del mundo, experto en rockanroles y cine yanqui, lector impenitente de libros de sociología y, gasp, deportista irredento, Carlos vive instalado en la esquizofrenia. Porque, sí, Carlos es un autor de superhéroes y conoce los superhéroes muchísimo mejor que los editores que le/nos han tocado en (mala) suerte (y, no, no voy a hablar de nuestro paso por Fantastic Four, ustedes disculpan que me lama las heridas en solitario), pero su aportación a la tradición de cómo nacen y cómo se hacen los tebeos de superhéroes está teñida de una reflexión que hoy ya no existe en los cómics que se publican donde él publica. Carlos aborda los dibujos como una cosa personal que va mucho más allá de los absurdos de muchos de los guiones que le han tocado dibujar, revistiendo de esplendor, grandilocuencia y referentes unos argumentos en ocasiones pelados de polvo y paja: todos los detalles, los guiños, las alusiones cultas, los chistes frikis que pueden encontrar ustedes en sus historietas son cosecha propia y lo que estamos viendo, la mayoría de las veces, es su reinterpretación de unos guiones tal como él piensa que deberían ser.
Porque, lo quieras o no, Carlos es un intelectual de esto de los tebeos, y reflexiona y discute y analiza y llega a consecuencias. Y sabe que Superman es Zeus, que mira Metrópolis desde arriba (como el águila americana de cabeza calva con la que a veces se le dibuja), mientras que Batman es Hades y ve Gotham desde el subsuelo. Sabe que los fondos, las calles, las marquesinas, las modas, los coches, los peinados, los muebles, los secundarios, son referentes que deben enriquecer las historias y no distraer de ellas, y que todo tiene y debe tener una lectura enriquecedora que vaya más allá de la simple anécdota.
Es por eso que digo que él dice que vive en la esquizofrenia, porque siendo quizá más americano que muchos autores americanos contemporáneos, es también mucho más europeo que muchos autores europeos, y a su bagaje cultural como lector impenitente de todo tipo de historietas se le suma, y yo al menos lo noto cada vez más, un sentido de la puesta en escena que va más allá de los sótanos de paredes metálicas que abundan hoy en los comic-books, y el trabajo de Carlos y su inefable Jesús Merino a la hora de presentar los mundos donde se desarrollan sus historias tiene mucho que ver, me parece, con el tebeo franco-belga, con la importancia del escenario y la arquitectura perfecta de los edificios. Creo que no exagero si digo que, después de casi quince años trabajando para el mercado americano, en la obra de Carlos empieza a florar el dibujante europeo que lleva dentro.
O sea, sí, lo confieso: a mí también me gustaría ver a Carlos haciendo algo que no sea exclusivamente superheroico, una historieta negra, una historia de espías, una intriga decadente. Porque lo viene haciendo en los tebeos que ahora dibuja, pero quizá la espectacularidad que viene comme in fault con la superheroicidad diluye un poco las otras muchas cualidades que, como narrador, tiene Pacheco.
Ya saben, ese muchacho de San Roque que pegó un día a mi puerta y traía el diluvio universal volcado encima y al que sólo reconocí por sus ojos claros de soñador de nuestro tiempo.
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