En otros países donde nos miramos son los héroes del momento: los niños juegan a querer ser policías o bomberos desde mucho antes del 11 de septiembre aciago que los puso en candelero en nuestras pantallas. Ya los grupos de música pop de los años setenta los convirtieron en iconos incluso sexuales a ritmo de golpe de cadera sincronizada. Se les ve en películas, contemplamos desde nuestras butacas su esfuerzo de titanes en edificios imposibles y, a pesar de que los interpreten actores de renombre, pongamos Steve McQueen, pongamos John Travolta, pongamos Dennis Quaid, sabemos que representan, glorificados con un glamour que lo mismo no existe, una profesión dura que en nuestra sociedad inmediata parece ignorar, como si estos hombres y su trabajo no existieran.
Viene esto a cuenta porque no sé cuántas veces cruzan la avenida cada día haciendo sonar esas sirenas que te rayan un escalofrío en el alma. Confieso que nunca soy capaz de distinguir cuándo se trata de una ambulancia, de los coches de la policía o de un camión de bomberos: o las tres sirenas son muy parecidas o mi capacidad auditiva no da para más, que también puede ser. Corren fugaces a nuestro lado, adelantándonos cuando les dejamos paso, y uno siempre se queda con la duda de hacia dónde corren, qué urgencia los reclama, si van a jugarse la vida en los próximos minutos y cuándo volverán con la misión cumplida. Si vemos que pasan dos, tres camiones de bomberos, igual que cuando salen flechadas varias ambulancias hacia la salida de Cádiz, entonces el comentario es común: “Eso es algo gordo”, y hay que esperar muchas veces al día siguiente para leerlo en estas páginas, si en verdad fue algo importante, o nos quedamos con la duda para siempre si no lo es, que siempre es mejor que no lo sea.
Hubo un incendio el otro día en el Bajo de la Cabezuela, y de eso nos hemos enterado. A las dos y pico de la tarde de ese mismo día, dos camiones me adelantaron en la avenida, justo cuando estaba llegando a casa. Lo primero que a uno le llena de estupor, y hasta de coraje, es que seamos tan poco solidarios con nosotros mismos: siempre hay un listo que se salta el semáforo aprovechando que los demás coches se paran, o que acelera en vez de echarse al otro lado, o se detiene, como el otro día (y era una ambulancia que quizá se vengaba de cuando no le dejan el paso a ella) justo donde el camión de bomberos pretendía, porque lo necesitaba, cruzarse en la avenida. En cuestión de segundos se montó un escenario digno de una película: la policía acudió al quite, se llenó la calle de silbatos y de coches que se desviaban, las sirenas se contagiaron y se multiplicaron y la gente empezó a asomarse a los balcones, a correr hacia las esquinas, con esa curiosidad algo morbosa que nos atrae como polillas cada vez que se ventea la desgracia.
Duró poco, ni diez minutos. Tal como vino, el tumulto se fue. En el momento en que se reemprendió el tráfico y los policías dejaron de hacer sonar los silbatos, pareció que allí no había pasado nada. Tal como vinieron, y quizá ni siquiera por el mismo camino por donde vinieron, los camiones de bomberos desaparecieron. Ni siquiera olía a humo en la zona, por lo que nos quedamos sin saber, los curiosos y los morbosos, qué había pasado. Ni el kiosquero, que está al quite de todo, pudo explicar nada. No lo he visto luego en la prensa. Un incidente raudo, lo mismo una insignificancia, el gaje del oficio de un oficio que parece que no exista.
La pregunta que me hago, asomado a la ventana donde no veo nada más que el correr de los coches, es cuántas veces salen cada día estos camiones al quite, cuál es la rutina y el peligro de esos hombres. Estamos en sus manos y ni siquiera sabemos muchas veces de qué color es su uniforme.
En otros lugares del mundo, ya les digo, son héroes.
(Publicado en La Voz de Cádiz el 2-04-07)
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