Comentaba el otro día Rodolfo Martínez que echaba de menos escribir cuentos, porque en seguida las ideas se le disparan y le salta la novela. Es algo que nos suele pasar, me temo, y lo he hablado muchas veces con Juan Miguel Aguilera: quizá por la poca salida que tienen los relatos, quizá porque no se comprende (ni desde dentro ni desde fuera) el esfuerzo que es escribir una historia completa en pocas páginas, quizá porque ni siquiera cuando se recopilan esos relatos en forma de libro tienen una acogida cuanto menos tibia, lo cierto es que nos fogueamos con cuentos y poco a poco los olvidamos, o queremos darles una prestancia mayor y los alargamos y complicamos y los convertimos en otra cosa.
Sin embargo, dice Ray Bradbury que su disciplina como escritor pasa por escribir todos los días un relato. Envidiable necesidad, envidiable sistema, enormemente inalcanzable para nosotros, que no vivimos de esto ni lo haremos jamás, ni tenemos la vía de salida que un cuento al día nos podría ofrecer, si nos pusiéramos a ello.
Pero Bradbury, naturalmente, tiene razón. Hay que escribir escribiendo. Y les confieso que uno de los motivos de llevar adelante esta bitácora es obligarme a escribir, cada día o cada pocos días, cambiando de registro donde se pueda, aunque los artículos aquí colgados no sean todos estrictamente literarios.
Hace un ratito, por encargo y por no decir que no, aprovechando que tengo media mañana libre, he improvisado un relatito corto. Lo he escrito de sopetón, sin pensarlo, como escribo las historias de Torre o muchas de las cosas que cuelgo por aquí. Un cuentecito sencillo que espero colgarles aquí el día del libro.
Y, sí, por un momento no es que me haya creído Ray Bradbury, pero sí he sentido la comezón de la envidia de convertir el acto de escribir en ese rito vital de cada mañana, tan inseparable de ti mismo como el té con leche, el cepillo de dientes, el after shave o la barra de chicle en el bolsillo del abrigo.
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