Declaraba a Bang![1] Alberto Breccia (ese camaleón artístico adelantado treinta años a las experimentaciones de Bill Sienkiewicz) no creer en los estilos: «Los estilos son amaneramiento». El artista uruguayo prefería hablar de cambios de concepto a la hora de abordar las características plásticas de cada nueva historieta. Mal que le pesara al genial dibujante, y por mucho que estemos de acuerdo con él, no cabe duda de que sí pueden rastrearse detalles propios, ritmos, costumbres, hallazgos, aficiones e incluso manías en la obra de todo creador gráfico o literario. Es evidente que una película de Pedro Almodóvar tendrá un algo especial que la diferenciará a perpetuidad de otra de John McTiernan, por poner dos ejemplos al azar de un medio paralelo a la historieta. Independientemente de la temática de la historia a narrar, del equipo y el presupuesto con que ambos directores se rodeen, algo indefinible (o perfectamente definible, quizás) diferencia las películas de uno y otro. El ejemplo más característico en el mundo del cine es lo que se ha dado en llamar «el toque Lubitsch», esa genial mirada entre socarrona y cándida capaz de narrar sugiriendo, dando las claves de un detalle significativo y a la vez puntual pero sin contar el desenlace último que revaloriza ese detalle mismo, que queda a la complicidad del espectador.
Héctor Germán Oesterheld tuvo también un toque propio. Como en el caso de Ernst Lubitsch, la aparente sencillez de su estilo puede llevar a confusiones. Oesterheld es, posiblemente, uno de los guionistas de historieta más «literarios» que existen. La belleza formal de sus textos, la musicalidad intrínseca a su trabajo, sin embargo, no ahogan con palabras bonitas el desarrollo de las historias, y si alguna vez lo hacen es por circunstancias ajenas a su voluntad, como ya se ha comentado en el caso de la segunda versión de El Eternauta con Alberto Breccia.[2] En ese sentido, el Oesterheld guionista siempre tiene muy claro el predominio de la imagen sobre la palabra en un tebeo, pero eso no es óbice para que las palabras (no sólo en textos de apoyo, sino también en sus diálogos) no dejen de ser precisas y exactas, cargadas de un ritmo propio. El «realismo mágico» literario y el boom editorial que supuso su irrupción en el mercado a mediados de los años sesenta tiene en Oesterheld su principal cultivador en la historieta, incluso cuando sus historias no son decididamente fantásticas, quizás porque todos arrancan de un tronco común llamado Jorge Luis Borges. En sus propias palabras: «Yo siempre estuve influido por el cine. El buen cine y la buena historieta son imagen. De esta manera, cuando me dieron piedra libre, trabajé las historias con poco diálogo y mucha imagen. Las más de las veces los textos deben cumplir funciones muy precisas: dar cambios de tiempo de clima, de ánimo».
Hoy, superados los textos asfixiantes con los que Roy Thomas, por ejemplo, ilustraba sus adaptaciones «poéticas» a la historieta de un autor literariamente muy menor como Robert E. Howard, nos deshacemos en justos elogios a la capacidad literaria de Alan Moore o Neil Gaiman. Sin embargo, toda esa concepción del medio como equilibrio perfecto entre imagen y palabra (considerada además «sonido») ya había sido explotada por Oesterheld en la Argentina de los años cincuenta y sesenta, antes de la revolución de Pilote en Francia y con un tono mucho más elaborado y serio que el vendaval marveliano en Estados Unidos. No es aventurado atribuir la creación del tebeo adulto a Oesterheld y su visión de lo que debe ser una historieta.
En cualquier caso, Oesterheld tuvo siempre muy claro que para hacer historieta no puede andarse con complejos. Las historias están por encima del medio en el que se narran, y es la capacidad de los encargados de llevarla a buen puerto lo que hace que sea una obra de arte o un producto menor. «¿Nunca te dio vergüenza escribir historietas?», le preguntó Carlos Trillo en la entrevista que realizó al maestro junto con Guillermo Saccomano.[3] La respuesta negativa de Oesterheld es categórica. Y añade: «La historieta es un género mayor. ¿Con qué criterio definimos lo que es mayor o menor? Para mí, objetivamente, género mayor es cuando se tiene una audiencia mayor. Y yo tengo una audiencia mucho mayor que Borges. De lejos, y estoy seguro de que Borges también hubiera querido escribir guiones. Como tantos escritores argentinos».
De ese concepto de historieta como producto sincero del esfuerzo parte posiblemente la fortaleza estilística de los textos de Oesterheld. La suya es una prosa poética estilizada, nunca sobrecargada, que en ocasiones sirve para definir moralmente al personaje o el ambiente en que se centra. Baste recordar el aire opresivo de novela negra, casi chandleriana, de una historieta que sintetiza la perfección en sus cuatro páginas como es “Richard Long”, y cómo el texto (y también, naturalmente, el lenguaje corporal del personaje a través de las viñetas en las que aparece en la última página) anula el odio que Long ha pretendido descargar asesinando al «Sin Cara» cuando éste sobrepone el negocio a la venganza: «Guardé el dinero. Abultó bastante, junto a la Browning». La historia termina así en un suspense narrativo diametralmente alejado de los típicos momentos de susto banal o gag sorpresivo a los que nos tienen mal acostumbradas las historietas cortas,[4] tan dadas a fagocitarse a sí mismas.
Los argumentos de Oesterheld fluyen sin fisuras, mecidos por la musicalidad de las palabras y su justa transposición en los dibujos. Incluso en obras aparentemente menores como Argón el Justiciero o Kabul de Bengala, dibujadas respectivamente por Gómez Sierra y un joven prometedor que luego se convertiría en maestro absoluto como es Horacio Altuna, donde no parece haber planificación de páginas más allá de las splash pages iniciales o finales (una característica de las revistas de la editorial Columba donde, además, la rotulación mecánica desluce la belleza de la plancha), Oesterheld entrega unas historias redondas, en las que se van produciendo sorpresas narrativas, como no podría ser de otra manera, pero sin jugar al elemento final: «Llevado por la historia misma, por la época antigua, me encontré en el lugar en que se desarrollaban las anécdotas, pero ahora estas anécdotas, en vez de ser cuentos, eran novelas, pequeñas novelas. Y me sentí cómodo. Transcurría más tiempo dentro de cada historia. Eran difíciles de hacer, pero me divertía mucho».
Tanto Kabul como Argón (o como los otros personajes «de la casa» como pudieran ser los creados por ese otro gran guionista argentino-paraguayo, Robin Wood, Nippur de Lagash o Jackaroe) van más allá de la aventura y el misterio, y el desenlace de sus vaivenes por el mundo antiguo donde desarrollan su periplo viene acompañado de una melancolía y una poética cuasifordiana. Son innumerables las historias donde los personajes reflexionan en el camino, añadiendo a su coleto una experiencia más a la que sobreviven. La sombra de Mort Cinder y el desenlace de la última de sus aventuras, “Las Termópilas”, se repite abundantemente: el individuo, héroe o no, caminando a la búsqueda de una nueva peripecia que pueda iluminar su destino. «La estructura tipo novela que hago para Columba es mucho más laboriosa. Hay cosas que gasto en una sola vez y podrían dar para cinco o seis argumentos, pero al lector, es bueno reconocerlo, le da cosas más ricas.»
Ese efecto narrativo, que arranca no del cómic, sino de la literatura («No leo historietas»,[5] declararía el autor), produce un efecto globalizante en las historietas de Oesterheld. Diálogos y dibujos reciben la inestimable ayuda de los textos en cartucho, a veces la misma voz en off del narrador de la historia (protagonista o comparsa), otras, la de un narrador universal. El efecto es casi radiofónico, una dimensión nueva que añade profundidad a la historieta. Oesterheld no repite innecesariamente lo que estamos viendo en los dibujos (que, por otra parte, difícilmente se entenderían sin diálogos, aunque en su producción se encuentren algunas historietas mudas), sino que añade un nuevo matiz narrativo que, además, revalida un concepto moral. Las historias de Ernie Pike, el mismo El Eternauta o Mort Cinder podrían sin ningún problema convertirse en dramas radiofónicos, tal es la fuerza de las historias y la magia de las palabras.
A la pregunta de si nunca se sintió tentado a escribir literatura «seria», Oesterheld responde con una sinceridad y una candidez arrebatadoras: «La tentación y el hambre de prestigio la tenemos todos. Cuando pienso en el grupo familiar que me insiste para que haga la gran novela... Y sí, da más estatus. Completamente distinto. Por ejemplo, para mi mujer y mis hijas sería distinto decir “soy la mujer de Borges o Sábato”, que tener que decir “soy la mujer de un guionista de historietas”. Personalmente me siento mucho más satisfecho escribiendo para una masa de lectores. Pero pongamos un poco los pies sobre la tierra. Casi ninguno de los grandes escritores escribió en condiciones ideales. Yo creo que el libro viene cuando tiene que venir. Y si uno no lo ha escrito es porque la condición de uno no está para eso. Estoy segurísimo de que cuando Hernández escribió Martín Fierro no tenía todo el dinero del mundo ni estaba feliz con su circunstancia».
Esa circunstancia, sin embargo, no atempera en Oesterheld saber que él mismo es el máximo responsable de su obra. Pirateado en toda Sudamérica, ignorado en Europa durante mucho tiempo (hasta el punto de que obras como Sargento Kirk o Ernie Pike se atribuyen en solitario a su amigo y discípulo Hugo Pratt, que tanto debe como narrador a Oesterheld; incluso la erudita Bang!, al hablar de Mort Cinder, casi pasa de puntillas por la figura del escritor, centrándose en la deslumbrante puesta en escena de Breccia; por no olvidar el agravio comparativo ya mencionado anteriormente en este mismo número de Yellow Kid, cómo el revival de la historieta en España a partir de los años posteriores a la muerte de Franco no hace caso de la figura capital de Héctor Germán Oesterheld... aunque uno de los principales motores de ese revival fuera la Editorial Nueva Frontera, de nombre tan claramente relacionado con la experiencia editorial de nuestro autor),[6] Oesterheld nunca dejó de tener claro dónde y cuándo estaba la autoría de su obra: «Un personaje de historieta no es, contra lo que comúnmente se cree, creación del dibujante, ni tampoco resultado de las directivas de los editores o de los directores de las revistas. Un personaje de historieta, en nuestro medio, al menos, que es el que conozco, es creación de un obrero intelectual cuyo nombre por lo común suele mantenerse en la penumbra, oculto por el esplendor más romántico que rodea la labor del dibujante. Este obrero intelectual es el argumentista o guionista, como quiera llamárselo, pues entre nosotros ambas actividades se confunden.
»Como se ve, el peso de la creación de un personaje reside enteramente en el argumentista. El peso, y también, hay que decirlo, gran parte del mérito, cuando la historieta resulta un éxito. Porque, y esto debe recordarse siempre, no hay historietas buenas con argumentos malos. El dibujo de una historieta podrá ser perfecto, pero si el personaje no tiene vida, si el argumentista no ha sabido darle fuerza ni originalidad, la historieta estará perdida de antemano. En cambio, si el dibujo es pobre, mediocre, pero el personaje tiene valor de tal, la historieta toda puede salvarse. Estos enunciados parecerán dogmáticos, pero piense el lector en las historietas de éxito, y verá que todas tienen el denominador común de un personaje central, vivo, bien llevado. Piense también en historietas que fracasaron, y se sorprenderá al recordar que más de una estaba bien dibujada: fue la pobreza del personaje lo que las perdió.
»Por esto casi todos los dibujantes consagrados cometen verdaderas injusticias cuando, interrogados sobre sus creaciones, olvidan mencionar a quien hizo posible el éxito: el argumentista.»[7]
Hay un enorme caudal de reflexión no sólo en estas palabras, sino en la obra misma de Oesterheld. En cierto modo, nuestro hombre inventó un concepto historietístico, creando una escuela literaria igual que su amigo Breccia, por ejemplo, pudo crearla en el aspecto gráfico. Oesterheld escribe a través de la experiencia, en ocasiones sin conocer siquiera al dibujante que ilustrará sus historias, en otras imaginando cómo el dibujante imaginará lo que él describe, pero sabiendo siempre que hay que entregarse por entero al trabajo: «El mercado potencial de historietas es muy vasto. El público está. Hay que hacer las cosas. Y bien. Cuando empecé Kirk el western estaba agotado. Pero siempre aparece una cosa nueva. Depende siempre del tratamiento que se le dé, si se tiene una buena historia. Los géneros nunca están agotados (...). Los más cómodos son los del pasado. Aunque la ciencia ficción también me atrae. Se puede decir muchas cosas, se puede metaforizar, aludir a lo de todos los días poéticamente. Es la pura imaginación».
Es, simplemente, puro amor hacia la historieta. El toque de Oesterheld. El toque de un genio.
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Notas
[1] Bang!, cuadernos de información y estudios de la historieta, núm. 10.
[2] O con su percepción personal de que un autor como Arturo del Castillo, con quien trabajó en la serie Randall, es un magnífico ilustrador pero con graves carencias narrativas.
[3] Carlos Trillo, Guillermo Saccomano, “Héctor Germán Oesterheld, una aventura interior”, entrevista publicada en Héctor G. Oesterheld, el simple arte de narrar. Semana Negra de Gijón, Gijón, 1998.
[4] Recuérdense los manidos finales de los tebeos de terror de la Warren o cómo todos sufrimos las historietitas de ocho páginas durante el boom de las revistas en España y contrástese con la capacidad verdaderamente literaria, procedente del cuento, de la que Oesterheld hace gala durante toda su producción.
[5] En la misma entrevista, Oesterheld enumera a sus escritores favoritos: Borges, Bioy, Cortázar, Carpentier, Rulfo, Onetti, Benedetti. «Y entre los norteamericanos hay un grandísimo escritor, también periodista, que es Norman Mailer. Melville es grande, es el padre de todos. Sin olvidarnos de Conrad. Esos son escritores geniales de aventuras. Sería una lista interminable. Y en ella también incluiría uno que recuerdo con cariño especial: El Principito, de Saint-Exupéry. En el cine me gustan tanto John Ford como Antonioni. Me gusta un poco de todo.»
[6] Nueva Frontera publica, por ejemplo, Wheeling, pero no Ticonderoga, la obra de la que parte y que consta con guiones de Oesterheld. La contraportada de los álbumes de esa misma editorial abunda en la acusación que en este mismo artículo recoge el propio Oesterheld: el texto da por sentado que el único creador de obras como Sargento Kirk o Ernie Pike es Pratt, sin hacer mención del guionista.
[7] Carlos Trillo, Guillermo Saccomano, op. cit., págs. 85-86.
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