Si Garcilaso volviera
yo sería su escudero;
qué buen caballero era.
Son los versos que Rafael Alberti (1902-1999) dedicó a Garcilaso de la Vega, el caballero poeta del Renacimiento español; versos que pueden aplicarse a la perfección a Camorán, príncipe de Andelkrag, el caudillo de los caballeros trovadores que, desde la poesía y la civilización, se enfrentan desde las páginas de Prince Valiant al asalto de las hordas de la barbarie ejemplificadas en los hunos de Atila.
Hemos visto en los dos años anteriores de la serie cómo Hal Foster va buscando el tono preciso para su narrativa y su personaje. Un principio titubeante donde la peripecia es rápida y en ocasiones atropellada sirve de excusa para el deslumbrante grafismo del autor: la serie, como su propio héroe, está en la adolescencia, pero es a partir del momento en que, tras la batalla con los sajones de Horsa, el rey Arturo de Inglaterra lo nombra caballero de la Tabla Redonda, cuando Valiente y su serie entran en el periodo de adultez que le sería luego característico durante tantas décadas. Si ya en meses anteriores habíamos asistido al inaudito desenlace fatal del romance del príncipe de Thule en el exilio y, en el torneo de Caerleón, su derrota bajo la lanza de Tristán el Fuerte, el regreso y la reconquista del país norteño muestra ya, en el acto de grandeza del tirano Sligon y su oferta de paz, buena parte de la filosofía que en adelante va a impregnar la serie.
Entre los hechos de armas, el amor y el humor (y en el “romance” a tres de Valiente, el buenazo de Alfred de Gerin y la casquivana Claris, Foster tiene tiempo de ser a la vez burlesco y tierno; lean sobre todo los textos de sinopsis de cada página, tradicionalmente omitidos en otras recopilaciones), la serie se decanta de pronto hacia la épica más pura. Un héroe que vive sus días en paz está condenado al aburrimiento y el olvido, y es por eso que Foster saca pronto a Val de la molicie de sus días como cortesano en Thule y lo lleva a los caminos, caballero andante a la búsqueda de aventuras donde impartir justicia. Consciente del tono medieval de sus historias, y justo antes de lanzarlo a la batalla cuasi-renacentista de Andelkrag, nos muestra en apenas dos páginas el tema literario del tempus fugit en esa extraña aventura contra el Tiempo, una experiencia surreal (¿o verdadera?), luego homenajeada en otras muchas partes (siendo la más clara y sincera, me parece, la del Tarzan de Russ Manning). El tono místico de ese encuentro, reforzado por los ojos de la hechicera, de la lechuza que tiene de pronto en un hombro y salta al otro, de los tesoros que amontona el mismo Tiempo en su cueva, hace que Foster juegue con las percepciones del lector y las del propio Val, ahora joven, ahora viejo, y hasta, preso sin duda de la atmósfera fantástica del episodio (la magia como tal no volverá a parecer hasta el encuentro con Belsatán y su esposa varios años más tarde), nos muestra un extraño conato de bocadillo (página 117, viñeta 2). Como buena pieza literaria, la batalla contra el Tiempo y sus estragos se resuelve con esa bellísima viñeta de un Val pletórico en su juventud (página 117, viñeta 4), y su alabanza al carpe diem.
La llegada a Andelkrag nos muestra una de las más recordadas viñetas de la saga. La ópera romántica se adueña del título durante unos pocos meses (en nuestra lectura, apenas media docena de páginas). Foster se salta alegremente no sólo el siglo V donde en teoría se sitúa su acción (y al que volverá, más o menos, para la aventura en Roma), y nos muestra una Edad Media idealizada, unos tipos humanos que deben mucho a la visión romántica y la visión pre-rafaelista de la historia. Todo nos habla de belleza en contrapunto con la barbarie: las armaduras de los caballeros, los tocados de las damas, las armas, las mesas, las torres de asalto, las almenas... sin olvidar la superioridad moral de unos hacia otros. No es extraño que el episodio de Andelkrag sea el más alabado de todos los grandes episodios que componen la serie. Tampoco es extraño que, más de setenta años después de su creación, todavía hoy tenga una lectura válida, perfectamente aplicable a los (malos) tiempos que corren. En un mundo que para protegerse castra las libertades de sus propios ciudadanos, conviene recordar las sabias palabras de Camorán de Andelkrag: Cuando Valiente advierte al jefe de los caballeros-trovadores si no sería más razonable economizar los víveres, Camorán le ofrece una respuesta inolvidable: "Ningún enemigo alterará jamás la forma de vida en Andelkrag. Viviremos, lucharemos y moriremos como caballeros".
Por si no fuera suficiente, Foster tiene los redaños de superar esa bella lección en los meses que siguen. Lanzado a la guerra abierta contra los hunos (una guerra que, lo saben ustedes, quiso equipararse al enfrentamiento con los nazis en la Europa de la Segunda Guerra Mundial, circunstancia que Foster negó siempre, y no hay más que comprobar las fechas para darse cuenta de que el autor no mentía), tenemos por fin grandes batallas, momentos de estrategia, torturas, malos malísimos que Foster no duda en mostrar como sátrapas afeminados y sádicos, vanidad y crueldad inenarrables por parte del héroe de la historia (esa aventura en busca de un vestido más acorde con su rango, el envío de la cabeza de Karnak al caudillo huno), el reencuentro con los amigos de la Tabla Redonda, la presentación de uno de los personajes más atractivos de toda la saga, el griego Slith, o el juego escénico de Hulta y su verdadera personalidad (y, por si el físico apabullante del personaje descubierto pudiera parecer sacado de la manga, comprueben ustedes –que en esta edición sí se ve bien— cómo Foster desde el principio lo muestra apartado, afeminado, e incluso con ropas holgadas para ocultar sus formas y cabellos). Épica pura que, sin embargo, Foster desmonta en ese hermoso discurso que Valiente (todavía, sí, un adolescente de diecisiete años) dirige a los grandes caballeros enviados por los reyes del mundo para que inicie en su nombre una guerra de exterminio contra los hunos: “Sé que las guerras de agresión no son más que la semilla de guerras futuras. Aquí, bajo mi mano, está la historia del mundo. En ninguna parte encuentro una conquista por la fuerza que sea duradera. Alejandro y César conquistaron el mundo, ¿pero dónde están ahora sus conquistas? ¿Qué ha sido de Babilonia, de Persia, de Cartago? Los frutos de la conquista son hoscas enemistades ¡No, nobles señores, he comprometido mi espada en la causa de la justicia y la libertad solamente!”
¿Y se preguntan ustedes por qué éste es el cómic más grande de todos los tiempos?
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