Según los entendidos, la tauromaquia es una metáfora de la vida. Quién nos iba a decir a nosotros que el otrora noble deporte del balompié iba a convertirse en piedra de toque, en reflejo adelantado de nuestra actualidad política. El bochornoso espectáculo de semanas pasadas, con las impresentables declaraciones de unos mandamases y otros animando prácticamente a la gresca en una ciudad absurdamente dividida en Montescos y Capuletos por los colores de sus camisetas y sus calzonas, acabó por saldarse, como todos ustedes bien saben, con la agresión a un entrenador que, en este drama rural de la España más chusca, bien pudo haber actuado como equivalente al Mercutio de la obra del bardo inglés: o sea, la víctima inocente del exceso de intereses y la falta de seso de los otros. Sin embargo, al final de todo, y para sorpresa de muchos, el dedo acusador del templado Juande Ramos lo convirtió en émulo del príncipe veronés para recordar que con ciertas cosas no se juega, porque luego pasa lo que pasa y las responsabilidades hay que asumirlas y no disiparlas.
Muy cortito de entendederas hay que ser, o tener la vista puesta en otras cosas, para no comprender que no se puede encender fuego donde hay paja seca. Si la arenga continuada de un par de simples empresarios devenidos en líderes mediáticos fue capaz de armar la que armó en una sencilla ciudad (¡y en el día de Andalucía, además!), no quieran ustedes imaginarse la que pueden acabar por desencadenar quienes están dos peldaños más arriba en la escalera de las responsabilidades sociales y políticas de este país entero, esos que se empeñan en abrirse baches innecesarios con los que ir dando cambayás por el camino, quizá porque no saben terminar el trazado que nos hace falta en las carreteras de otros intereses mucho más importantes, y aquellos otros que en su ansiedad por recuperar la contrata de la obra no dudan en ir cavando a su vez por otro lado, por si con suerte llegan a China. Y mientras tanto, los cherokis y los buitres en lo alto de la montaña, preparando el festín. Sumen ustedes que siempre hay quien encuentra ganancias en ríos revueltos, y que no cuesta casi nada encontrar un papafrita alienado capaz de tirar una botella con hielo o con llamas, y colegirán conmigo que cada vez se hace más patente que quienes en teoría nos deben representar en nuestras instituciones democráticas parece que han perdido la fe en ellas (¡esos pataleos, esas broncas, esas descalificaciones mutuas, ese levantar continuo de basura y mierda bajo las alfombras!), quizá porque nunca han tenido muy claro ni ellos mismos lo que representan. Sus cargos, ay, les vienen cada vez más grandes.
Allá donde no llegaron arquitectos ni maestros de obras cuando, en San Pedro de Roma, se levantaba el obelisco y la tensión era tanta que parecía que todo iba a venirse abajo, tuvo que ser una voz anónima quien diera el aviso y aconsejara echar agua a las cuerdas para evitar la catástrofe. La política española necesita como el comer esas voces que llamen al sosiego, muchos equivalentes a Juandes Ramos que hagan comprender que los cristales cortan. No les pagamos a nuestros políticos para que nos enciendan, sino para que nos calmen. Porque si por su mala cabeza la cuerda se rompe, no les caerá encima a ellos la piedra, sino a nosotros, y después resultará imposible recomponer lo que se haga añicos. Más de 150 caballos, 900 hombres y 47 poleas fueron precisos para erigir el monumento: recuerden nuestros próceres cuánto llevamos invertido desde mucho antes de 1975 hasta ahora.
“Ten cuidado con ese puñal, imbécil. Al final acabarás por hacerle daño a alguien”, que le decía Julio César a Bruto en un episodio de Astérix. Cuando Lluis Llach cantaba aquello de tirar de un lado y de otro para derribar entre todos la estaca no estaba hablando de la democracia, precisamente.
(Publicado en La Voz de Cádiz el 12-03-07)
Comentarios (10)
Categorías: La Voz de Cadiz