Los he visto pasar, ante el colegio. Una marea de hombres, mujeres y niños, desafiantes, orgullosos, reclamando lo que suyo es y les quiere quitar no se sabe muy bien quién: nadie, en realidad, esos nombres sin rostro, esas iniciales o esos nombres en inglés que esconden oscuros consejos administración vendidos al mismo tiempo a Dios y al diablo y luego no entienden de niños, ni de mujeres, ni de hombres y sólo saben de eso que yo nunca comprenderé: cuadrar balances, deshacer proyectos, romper papeles y llevarse por delante los tachones molestos que supone la resta continua en sus esquemas, tener que cumplir su parte en los acuerdos.
Siempre perdemos los mismos, y siempre somos los mismos los que al final nos callamos la boca y sólo de vez en cuando alzamos un grito de protesta, un silbato de rebelión, una campanada de atención o una bandera de advertencia. Este jueves, en Cádiz, nos cuentan que cincuenta mil personas (que se dice pronto) han desfilado por la avenida, durante casi una hora, una cabalgata sin alegrías y con el miedo en el cuerpo de que les cierren la vida. Ya hemos vivido dos veces la reconversión industrial, ya nos hemos visto más veces que ahora con el agua al cuello: nos vamos a pique poco a poco, pero sonriendo, y ya está bien que siempre se cebe en nosotros la puta mala suerte, que elijan quienes eligen que sea precisamente por aquí por donde se rompa el eslabón de la cadena una y otra vez, una y otra vez.
Cincuenta mil personas exigiendo sus derechos a un puesto de trabajo digno, a un futuro cerca de esos mismos hogares que tienen hipotecados y esos colegios donde estudian sus hijos. No ha sido una manifestación gratuita, y aunque no sé si servirá para algo, en el fondo daba gloria ver en aquella marea de caras curtidas los mismos rostros que en otros tiempos, cuando esas caras eran más jóvenes y todos creíamos que teníamos más cerca de nuestro alcance el poder manipular a nuestro antojo nuestros sueños, cuando no nos sometimos a las exigencias de unas siglas que pensaban por nosotros ni a unas nóminas que compraban nuestra parcela de comodidad a cambio de recortarnos los deseos de volar más alto.
Los hemos visto pasar desde la puerta del colegio, asomados, tímidos, solidarios, desde la acera. Hemos aplaudido, hemos coreado, nos hemos cubierto de pegatinas y hemos jaleado sus consignas, que son las nuestras. Delphi no se cierra, Delphi no se cierra, como un mantra, como un catecismo, una canción para espantar la mala suerte puñetera que se ceba demasiado de nosotros, desde siempre, sin derecho y sin remedio.
Luego, pasada la hora larga de ver desfilar ese presente que quieren sin futuro, hemos vuelto a clase, y el estupor de algunos de mis alumnos neocon, esos que siempre hablan del taco y te restriegan por la nariz de siervo su futuro que creen de cuento de hadas, esos que se ven conduciendo deportivos y con el pelo engominado, jóvenes eternos y eternamente inexpertos, los que no dudan en pontificar consignas escuchadas a progenitores bien situados o emisoras tendenciosas que ni siquiera sintonizan, han visto por primera vez la prueba de que nadie está a salvo del tajo en el cuello, del gato negro en el camino, del incidente cruel que te sesga la vida para siempre. Y me han preguntado de quién es la culpa, como si repartiendo la culpa a los gobiernos o las empresas se solucionara su conciencia de adolescentes enfrentados a la pesadilla de lo real, y yo sólo he podido decirles lo que siento, y lo que creo: la culpa es de todos nosotros, éste es el mundo que aceptamos, el mundo que hemos creado para vosotros, para que se perpetúe en vosotros, para que vosotros lo sufráis como lo sufrimos nosotros desde que otros, como un juguete viejo, nos lo prestaron en su momento.
Delphi no se cierra, Delphi no se cierra. Ojalá lo consigamos. Por los nuestros.
(Publicado en La Voz de Cádiz el 6-03-07)
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