Ya habíamos comentado por aquí que sabemos perfectamente que la vida no es como la retrata el cine, pero que nos sorprenden todavía los motivos de que la retrate de la forma que la retrata. O sea, sí, que uno agradece que casi todos sean bellísimos, y que tengan los salones de las casas llenas de sofás, y que prefieran las paredes a la hora del coito aquítepillo, y que ni se desenchufen cuando en la pasión de las sábanas les da por ponerse a dar vueltas. Y hasta admite que no atropellen a nadie cuando en plena persecución en coche acaban metidos en el desfile o la cabalgata de turno (si fuera en Cádiz y en Carnaval, otro gallo les cantaría), y que sólo se lleven por delante la fruta que el tendero pone en cajas al descubierto en las aceras. Uno comprende que por necesidades de guión los polis tengan que ser negociadores, jefes de SWAT, rehenes y blancos al mismo tiempo (anoche mismo, en CSI, el pobre Jim Brass), y que nadie encienda una luz cuando entra en la habitación donde está el vampiro.
Pero si ya comentábamos lo raro que cogen los tíos las linternas, y hasta pudimos explicárnoslo por aquello de que somos niños buenos, a ver si alguien me aclara por qué cada vez que sale un pobre-pobre o un personaje muertecito de hambre también coge al revés la cuchara.
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