Nos comentaba hace tiempo Valentín Hernández, sacerdote y matemático que de esto sabía un rato --porque se pasó la vida a pie de obra, dando clases y repartiendo clase--, que una de las principales características de la educación era ni más ni menos que la gratuidad. O sea, la entrega del puñado de hombres y mujeres que se sientan de espaldas a la pizarra día tras día y que saben que su esfuerzo tendrá una recompensa a muy largo plazo, dentro de muchos años, o quizá no lo tenga nunca, detalle insignificante porque para eso están, o estamos.
Ya andábamos hechos a la idea de que esta sociedad de tarados a la que intentamos cambiar con armas desproporcionadas y pacíficas (lápiz, goma, tiza y borrador) pasaba del colectivo docente como de la mierda, escudado siempre en el chiste fácil de las muchas vacaciones que según parece los docentes disfrutan (¿o será que hay papis que no quieren tener a sus hijos en casa?), y el manido refrán que aseguraba que nadie pasa más hambre que un maestro de escuela. Ya andábamos hechos a la idea de que, por la gratuidad que nos viene de fábrica, nadie nos iba a reconocer ningún mérito (Alejandro Magno aparte), ni tampoco se pretendía más: un saludo por la calle años más tarde, encontrarte con la sorpresa en la consulta de que tienes un ex alumno que ahora es el médico que te atiende o el camarero que te invita a una tapita. Ya andábamos hechos a la idea de que todos los males de este mundo loco en el que vivimos (la violencia, la intolerancia, el acoso, el machismo, escriban ustedes lo que quieran) son cosas que alegremente se publicita que tiene que arreglar la escuela, como si la escuela no fuera la pobre el simple reflejo de la locura colectiva y no puede actuar de paliativo ni cargar con las culpas de su causa.
De ser ignorados, objeto de chiste, apóstoles contra corriente de un credo en el que cada vez se cree menos, los mensajeros del pasado para que el futuro no sea tan apocalíptico como nos tememos, hemos convertido a nuestros docentes, de un tiempo a esta parte, en saco de boxear donde entrenarnos sin tener que pagar la cuota del gimnasio. Ya vieron ustedes hace unas semanas cómo un vándalo adolescente la emprendía a patadas con un ex profe, mientras la chorbi ji ji ja ja lo grababa todo en el móvil (¿es que no ven a Grissom y no se enteran de que no hay que dejar pruebas que te incriminen?) , y esta misma semana hemos tenido cerquita un incidente similar, padre cabreadísimo no se sabe muy bien a santo de qué, decidido a emprenderla a golpes con el profesor, y encima el día en que se celebra la paz en el mundo. Una vez es casualidad, dos es ciencia, cuidadín no vaya a ser que acabemos engrosando estadísticas como las mujeres maltratadas o los accidentes de tráfico.
Ante tal acto de ignominia, aparte del orgullo herido del compañero, y lo que no es el orgullo, uno se pregunta qué carita se le ha podido quedar a la hija del agresor, cómo va a enfrentarse al qué dirán del resto de los compañeros de la clase, si habrá quien la trate como la heroína de los tiempos que corren o será objeto de cuchicheos, señalada por el dedo de los demás alumnos del colegio. En el fondo, el suceso nos vuelve a dejar claro que lo que se pretende enseñar durante la semana en clase, más allá del temario y los conceptos, salta dinamitado cuando se llega a casa o se sale a la calle.
Traducir un desencuentro en una paliza digna de John Wayne parece una clara salida de tiesto, un error que no tendría que haber existido. Quizá es que se entiende la gratuidad como se entienden otras cosas: si el colegio no cuesta dinero, no se le da ningún valor; si cuesta, no hay diferencia entre un criterio de evaluación y una queja al servicio de atención al cliente: porque pago, mando; y si no me gusta lo que veo, doy un zapatazo sobre la mesa, o sobre la nariz del señor del bolígrafo rojo.
A ver cómo encajan en los programas de formación del profesorado los cursos de jet kune do y taekwondo. Be water my friend…
(Publicado en La Voz de Cádiz el 5-02-07)
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