Ésta es la historia de una carpeta verde. De muchas carpetas verdes.
Hubo un tiempo en que esa carpeta fue, en otras profesiones, para otro tipo de hombres y mujeres, maleta de cartón que les acompañó en largos viajes en tren o en autobús hasta otras capitales (e incluso otros países) donde pudieron intentar saciar, a veces sin conseguirlo, el hambre y los sueños.
De siempre, la industria de la historieta en España ha estado repartida en dos o tres focos estratégicos: Madrid, Barcelona, Valencia. Y a esos tres sitios han tenido que emigrar, al principio físicamente, luego tan sólo su trabajo, los dibujantes o aprendices de dibujantes de historieta andaluces. Cambiando la maleta de cartón por una carpeta donde se amontonaban bocetos, muestras de lápices, páginas a medio acabar, algunas veces hasta tebeos enteros, coloreados y terminados... pero no publicados todavía.
Sé de lo que hablo porque yo mismo lo he visto, aunque no lo haya vivido en carnes. No fue hace tanto tiempo. Sigue siendo en este tiempo, aunque la tecnología nos haya hecho el mundo más chico y parezca que algunas proezas que han conseguido autores andaluces no tenga la importancia que en realidad tiene.
Lo hicieron mis amigos. Y lo hizo sin duda otra mucha gente. Años, meses de emborronar cuartillas, de intentar aprender a hacer historietas copiando e imitando, hasta siguiendo cursos por correspondencia y mamando cuanto se podía mamar de autores tan dispares como Moebius o Harold Foster, Hergé o Jack Kirby, Neal Adams o Robert Crumb. Hubo una época (y ya, sí, nos vamos acercando en el tiempo), cuando los estudios y las agencias que vendían su trabajo al extranjero cerraron las puertas o, simplemente, la mano de obra mercenaria que allí había decidió que por fin les había llegado el momento de hacer tebeos personales (y no entremos ahora en si eran o no eran tebeos "de autor"), en que una juventud a la que pertenecimos yo mis amigos quiso creer que era posible hacer cómics, soñar cómics, vivir cómics, y hacerlo a tiempo completo, como un trabajo más, nada menos.
Algunos, en ocasiones, recurrieron (recurrimos) a la autoedición, en tiempos heroicos donde no existían artilugios informáticos como PageMaker o Photoshop y la reproducción de las historietas era horriblemente deficiente: prueben ustedes a dibujar en tamaño folio y a que, escaneado su trabajo en clisé electrónico, al final en su fanzine se vea algo que resulte remotamente parecido al dibujo original. Sin embargo, así se hizo, durante mucho tiempo, hasta que dineros propios, subvenciones ajenas, golpes de suerte o patrocinios miopes permitieron la publicación de revistas que tuvieron mayor o menor fortuna comercial, mayor o menor trascendencia artística.
Otros, también en ocasiones, fueron acumulando como hormigas pacientes el trabajo de años, los ahorros de inviernos enteros, para hacer por fin acopio de valor y lanzarse a la aventura de transitar las grandes capitales editoriales del reino, cuando todavía no habían florecido los salones del cómic o, en cualquier caso, cuando como ahora en los salones del cómic apenas se tenía en cuenta a los dibujantes y guionistas que empiezan. Fueron los años de las carpetas verdes donde se desordenaban viñetas gigantescas e historias a medio terminar (siempre nos pedían historietas cortas de seis páginas máximo, cuando lo que alguno quería hacer eran sagas largas de muchas páginas y muchos álbumes, algo que todavía nuestra industria no ha conseguido). Normalmente, a aquella excursión por el mundo editorial profesional las acompañaba, más que el fracaso, el desconcierto: aunque de puertas para afuera el mundo de la edición de historietas parecía glamoroso y establecido, aquellos que volvieron con el pincel entre las piernas y la carpeta verde más desordenada que de costumbre ya alertaron de lo que les habían dicho aquellos ojos profesionales y expertos que, cuando miraron su trabajo, les dieron el consejo de que se dedicaran a otra cosa. Eso hicieron, mis amigos al menos, para quienes yo había escrito guiones de historieta o había corregido textos de los diálogos: uno de ellos hoy vive (y vive muy bien) instalado en empresas informáticas de telefonía móvil, mientras que el otro continúa, como ya estaba en aquellos años postadolescentes de la carpeta verde, con su mismo trabajo en una agencia de viajes. Es una ironía que yo mismo, que no me moví de casa ni los acompañé en aquel periplo desconcertante y emocionante, fuera al fin y al cabo quien, años más tarde, escribiera historietas y me viera publicado profesionalmente en dos idiomas. Como dice el dicho: cosas de tebeos.
Quizá es que, después de todo, desde aquellos tiempos de la carpeta verde hayamos progresado algo. Quizás es que, después de todo, desde aquellos tiempos de los sueños estrellados contra el muro de la realidad editorial, tras la recesión, haya habido una criba necesaria y sólo los muy afortunados y los muy vocacionales tuvieran la oportunidad de demostrar su valía. Cuenta siempre, claro, el factor suerte, la recompensa en esta vida a tantos años de esperar una respuesta por correo, una llamada por teléfono.
Hoy a los periodistas se les llenan los artículos revelando (oh, sorpresa) que los principales personajes del tebeo americano se hacen en España y en Andalucía, por españoles y por andaluces. Como si haber llegado, quienes llegaron, hubiera sido un paso fácil y todos aquellos contactos, aquellos viajes a la desesperada, aquellas pruebas de dibujos y aquellos guiones rechazados no hubieran existido nunca, como si de pronto, por puro placer, los autores que hoy hacen historieta y hacen historieta buena desde nuestra tierra, aunque no para nuestra tierra, se hubieran levantado de la cama y lo hubieran tenido todo hecho.
No es fácil dibujar historietas, y no es fácil dibujarlas en Andalucía. Ni siquiera es fácil establecer sus argumentos en Andalucía, esa Andalucía que es a la vez tradición y apunte de modernidad con vocación de futuro. Más allá de problemas de dialectos que no vienen al caso, es que ni siquiera como ambiente podemos encontrar más de media docena de ejemplos en que nuestra tierra sirviera como escenario, y casi siempre dentro de los parámetros del tópico: historias de bandoleros o de burlescas familias gitanas, de cortijos donde se representaba el grandguignol de la España de la Transición o algún episodio puntual de las aventuras piratescas de El Cachorro. Si acaso, alguna iniciativa privada, alguna caja de ahorros o algún ayuntamiento, en el momento en que creímos que el cómic iba a tener mayor proyección social de la que luego por desgracia ha conseguido establecer, florecieron brevemente álbumes didácticos dedicados a ilustrar, con mayor o menor acierto, la historia de la región (bueno, vale, de la realidad nacional), de la ciudad de turno, de la biografía del político o el pintor o el escritor de renombre. Mucho ha llovido desde aquellos tebeos políticamente teledirigidos (o escrupulosamente apolíticos), hasta llegar, al día de hoy, a poder situar la acción de álbumes andaluces nada menos que en la mítica Tartessos.
Nuestros dibujantes se han fogueado en sí mismos, en sus fanzines, en sus proyectos de colegio o de carrera, en revistas semiprofesionales, en autoediciones, en huequecitos en la prensa diaria donde se han abierto un nombre haciendo un chiste diario, o una tira en verano. Es quizás en la prensa donde se encuentra hoy lo más andaluz de los autores de tebeo, entendiendo como tal esa ironía que nos caracteriza y el reflejo del mundo en el que vivimos, con la óptica de ponerlo delante del espejo de la sátira cada día. Sin tener pujanza dentro del mundo editorial español, sí es cierto que han acabado por ir existiendo salones, encuentros, concursos, jornadas, cursos de verano centrados en la historieta, hechos por expertos, estudiosos, autores andaluces.
Y exposiciones. Como ésta que tienen ustedes delante de los ojos, donde alternan nombres reconocidos en medio mundo con otros nombres que sólo gozan del reconocimiento de sus lectores incondicionales en su revista o su periódico. A todos los une el mismo amor por el mismo veneno, la misma pasión, el mismo tesón, la misa cabezonería de no haber querido jamás dejar a un lado los sueños que se van guardando, día tras día, en una carpeta verde.
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