Se pueden hacer buenas películas de buenos libros, aunque nos extrañe. Y se puede hacer siendo fiel al espíritu y los personajes y traicionando la letra todo lo que haga falta para que el producto cinematográfico, que jamás eliminará al libro de donde arranca, pueda entenderse por sí mismo y sea, en su propia estructura, una obra que se aguante sola. Es lo que han hecho Christopher Nolan y su hermano Jonathan con la obra de su tocayo Christopher Priest: una adaptación seria y rigurosa que no tiene ningún empacho en simplificar la historia de la novela, recortándola en lo preciso y despojándola de subtramas secundarias, para centrarse simplemente en la historia de la obsesión compartida de dos magos y sus continuas fintas en busca de una venganza que no tiene sentido más allá de la búsqueda del enfrentamiento por el prestigio.
Planteada casi como una obra teatral en su falta de aire escénico, casi siempre en enclaves cerrados que remiten a los escenarios o las bambalinas donde los dos magos (o sus ingenieros o los científicos) realizan sus representaciones y sus entrenamientos, El prestigio (absurdamente pretitulada en España "El truco final", me imagino que porque lo mismo el nombre de la peli recuerda a cierto barco hundido del que convenientemente luego no se quiso acordar nadie) supone un duelo escénico entre Hugh Jackman y Christian Bale, convertidos cada uno en reflejo del otro y, en jugoso juego narrativo, en espejos de sí mismos. Ayuda bastante que un gigante interpretativo como Michael Caine preste la serenidad necesaria y se agradece que, despojada la historia de subterfugios narrativos, la presencia de las tres mujeres en escena (incluida la bella Scarlett Johansson) sea adecuadamente secundaria.
Sin renunciar a la técnica narrativa de flashbacks desbarajados que tan buen resultado dio en Memento y en Batman Begins, aquí las fintas dentro de las fintas posibilitan a la perfección el juego de diarios y descubrimientos, pases de birlibirloque estructurales que pueden desconcertar a quien no esté en el ajo de la narración desde el principio. Porque, como bien avisan las imágenes y la voz en off de Michael Caine, todo está a la vista y la narrativa propia del cine ya nos muestra, casi al principio, entre los canarios, cuál es el gran misterio del truco del Hombre Transportado. La graduación de la historia mejora el clímax del libro, y se centra a la perfección en la aparición de Nikola Tesla, quizá demasiado sobriamente interpretado por un severo David Bowie, o quizá yo esperaba ver algo más cercano a Ziggy Stardust. Aunque se insinúa en alguna línea de diálogo, habría sido interesante ver algunas de las obsesiones compulsivas alimenticias del propio Tesla en la escena del almuerzo.
Con planos que en algún momento remiten al Drácula de Coppola (la llegada a Colorado recuerda poderosamente a la llegada de Jonathan Harker a Transylvania, y en algún paseo por Londres uno casi puede ver que cerca anda Mina Murray en el cuerpo de Wynona Rider), la tensión dramática se acumula en una narrativa intensa, casi a contrapelo en el cine de hoy. Quizá se pierde un tanto el referente cuántico tongue-in-cheek al gato de Tesla y su ciencia adelantada al tiempo, por lo que el espectador sin duda creerá que estamos viendo un nuevo truco de magia.
Confinado adrede a un aparente papel secundario (quizá en el libro su personaje tiene más fuerza), Christian Bale cede buena parte del metraje y la actuación a un magnífico Hugh Jackman, quien no sólo es capaz de interpretar fugazmente un doble papel, sino que, cambiando su pose e imagino que levemente su físico, da la impresión de ser en efecto otra persona: habrá que esperar al DVD para escucharlo declamar a Enrique IV en su borrachera continua.
Sólo hay que fijarse con atención para darnos cuenta de que estamos ante la primera gran película del año.
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