De la sociedad norteamericana, digo. Uno ya sabe que es fácil encontrar aparcamiento en cualquier calle, justo delante del edificio de apartamentos o del bar donde los apuestos polis que tienen rolex, yates y caimanes como mascota van a la caza de inmigrantes morenitos que sólo sirven para trapichear con droga. Uno ya sabe que la madera americana es de mala calidad, y se rompe en cuantito te dan un silletazo o te empujan contra una barandilla. Y que todos los teléfonos empiezan por 555 y nadie tiene nunca problemas para comunicarse, porque en todas las cabinas (cuando no las ocupa un tipo con los calzoncillos por encima del pijama) hay siempre una prístina y perfectamente encuadernada guía telefónica. Y que si te matan por la espalda y a traición, no hay problema: acuden al primer dentista que pasa y, tranquilo, te tiene identificado por un empaste que te hizo el año del catapún y una endodoncia por la que te endiñó una factura de infarto. Y que siempre hay un poli negro haciendo la ronda con un poli blanco, y que para ser detective de homicidios tienes que llevar corbata. Y que en todas las casas hay una bandera dispuesta, y que todos los jueces negros son gordos y se cachondean del abogado de la defensa, y que el primer tiro al muchachito bueno siempre le da en el hombro y es muy agradable follar contra una pared, porque les debe salir el pito del pecho como el Alien, y que después de un kiki es de rigor enrollarse la sábana blanca para ir a hacer un pis, que el pudor es el pudor. Y que por muy grandes que sean las casas, siempre llaman con los nudillos y los escuchan y les abren.
Lo que no entiendo es por qué cogen todos las linternas de esa manera tan rara.
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