Habrán visto ustedes las imágenes por la tele (y, si no, aquí las tienen en el medio que es la revolución de nuestro tiempo, aunque ruego no hagan caso a los comentarios que abundan en lo mismo), e imagino que se habrán llenado de estupefacta indignación, porque tiene miga la cosa. Toda la semana pasada intentando desde todos los estamentos hacer un llamamiento al sosiego, a aceptar el deporte por lo que es, o sea, ni más ni menos que un juego, y de pronto las cámaras nos convierten en testigos de un acto que va más allá del deporte para convertirse en una pura radiografía del acoso del fuerte al débil, una metáfora de las bajezas en las que puede caer el ser humano, de lo que es capaz de hacer cegado por una bandera y arropado en la muchedumbre y las dos cuartas de altura que le sacan a un señor cualquiera que sólo pretende ver un partido de fútbol por el que ha pagado religiosamente su entrada.
Lo triste del caso no es la estupidez del acto de violencia, convertir una simple gorrita amarilla en trofeo de guerra arapahoe de nuestro tiempo, ni que el público que rodea a ese hombrecito indefenso no diga esta boca es mía en su defensa, ni que el gañán de la camiseta azul siga erre que erre incordiándolo incluso después de que el agredido despeje el campo y busque la falsa seguridad de los bancos de abajo, ni siquiera que cuando se escupe la gorra amarilla haya un puñado de berzotas que animen al héroe de azul como si hubiera conseguido una proeza (un día después, recuerden, se conmemoraba la muerte de un chaval en Málaga por colocar hace tiempo una bandera). Lo triste es el sinsentido, la excusa, las ganas de provocar y buscarle tres pies al gato, a santo de qué se persigue a una persona y a los colores que puntualmente viste esa persona y, de rebote, a la población que vive donde viven quienes juegan al fútbol representando esos mismos colores. Uno es capaz de comprender un levantamiento, una revolución, un hasta aquí llegamos cuando el hambre aprieta y se vive políticamente una dictadura injusta, ¿pero sentirse diferente hasta la violencia de una gente que vive a poco más de cincuenta kilómetros de distancia? ¿Tan distintos somos? ¿Qué culpa tiene el señor agredido (que, para más inri resulta que era jerezano) de nada? ¿No tendrá igual que el gigantón de la camiseta azul y las gafas de ojos de mosca los mismos problemas a final de mes, el mismo gusto en tapitas o en música o películas? ¿No querrá también igual que él a sus amigos, a su familia? ¿Qué educación, o qué falta de ella, ha hecho convertirse al joven gañán en matón de estadio y paladín de una intolerancia? ¿Qué carencias hay en su vida y su entorno para ser capaz de convertirse en energúmeno y abusar de su fuerza física en defensa de una rivalidad ridícula, trasnochada, inútil y falsa? ¿Y por qué los bobos le aplauden? ¿Es que acaso, de haberle pegado dos trompás al hombrecito, habrían sido todos más hombres? ¿Más felices el día de mañana? ¿Más barata la factura de la luz, el precio del pan, la hipoteca de la casa?
Nos empeñamos en imitar todas las cosas tontas que vemos en la tele y que mayormente nos vienen de fuera. De los ingleses, que inventaron el fútbol (y el sherry) parece que ahora sólo nos interesa quedarnos con el hooligan, ese sucedáneo vikingo contemporáneo que llega a los partidos envalentonado por cánticos fascistas y pintas y más pintas de cerveza, cuando también habría que recordar que ellos fueron los inventores del fair play, dentro y fuera de las canchas. Mal vamos, una vez más, si hacemos de una banderita de colorines enseña de nuestra vida diaria, si nos empeñamos en convertir una simple diversión en centro de nuestra política.
Más que quince gorritas nuevas para desagraviar al señor agredido y su temple y su paciencia, quizás habría que haber enviado al gañán y su caterva un puñado de gorras y camisetas con dos palabras: inteligencia y tolerancia.
(Publicado en La Voz de Cádiz el 11-12-06)
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