Si la muerte es desconcierto, no lo es más el cartelito. Vas, un poner, a comprar el pan, o a comprar el periódico, o a comprar las pilas que te pide cada dos por tres el ratón inalámbrico, y cuando cruzas la calle y llegas a la panadería, o al kiosco, o al minimercado o donde quiera que vendan pilas hoy día, y te lo encuentras cerrado todo a cal y canto, y más que cerrado, como abandonado a su suerte, náufrago, con un cartelito blanco que pone "Cerrado por defunción", y entonces lo que te llega es un vahído de sorpresa, ni siquiera de tristeza todavía, una mezcla de asombro y de incredulidad y de curiosidad que no sé si será malsana del todo.
Uno se pregunta quién vende esos cartelitos, quién tiene tiempo de ir a buscarlos, de colgarlos, en vez de estar haciendo todas esas cosas que hay que hacer cuando se nos muere alguien. Uno se pregunta si se habrá muerto el panadero, o la chica que te sonríe cuando te vende las ensaimadas, o el kiosquero que bromea contigo e insiste en que te lleves los platos y las bufandas y los videos y los belenes que no quieres con cada periódico, o la chica de la caja del supermercado a quien solo conoces de nombre y porque lo lleva clavado cerca del pecho. Normalmente no lo sabes hasta el día siguiente, porque cuando la muerte golpea así (y golpea así casi siempre) nadie en todo el barrio ha tenido tiempo de saber quién ha dejado la cama sin hacer, las cuentas por pagar, las colecciones de deuvedés o de belenes a medias.
Curiosa esta sociedad que rinde ese extraño culto a la muerte y es capaz de tener preparados cartelitos que avisen sin avisar que se ha ido una persona, y nada más, dejando en suspenso nuestra vida hasta que mañana o el día siguiente vuelvan a subir la baraja y sepamos quién es el fiambre. Si llegamos a saberlo. Si vuelven a abrir ese local que de pronto, una mañana, aparece con un pulcro cartelito blanco con unas letras que avisan, como un cave canem fuera de sitio, y nos hacen reflexionar siquiera un instante sobre nuestro paso por aquí y por ahora.
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