Hay un antes y un después del 11-S, y esa sensación de indefensión de la sociedad ante el desastre se potenció luego con los fenómenos del tsunami y, para los Estados Unidos, con los devastadores efectos del huracán Katrina en Nueva Orleans. Al menos los dos primeros desastres planean sobre la nueva película de Tony Scott, Deja vu, puesto que la acción se desarrolla en el mismo lugar y de un atentado terrorista se trata. La reflexión que hace la película, antes de dispararse claramente hacia la ciencia ficción y las paradojas temporales, es qué puede hacerse para impedir los sabotajes terroristas y, si eso es posible, qué responsabilidad se tiene hacia las víctimas.
No muy lejos del argumento de esta película está la que es para mí la mejor novela de Orson Scott Card: Vigilantes del pasado: La redención de Cristóbal Colón. Hay abundantes elementos de contacto no en tanto al viaje temporal en sí, sino a la responsabilidad y el compromiso del observador con lo observado y todas las implicaciones morales que eso pueda arrastrar consigo.
Con un ritmo endiablado, una magnífica puesta en escena, una fotografía sucia que nos muestra las calles de Nueva Orleans que aún no se han repuesto de los efectos de la catástrofe o los efectos del Mardi Grass, sin volver loca la cámara ni hacer los exagerados trucos de montaje de su penúltima película con Denzel Washington, el hermano pequeño de Ridley Scott, que viene demostrando una y otra vez que no es tan pequeño, es capaz de meter al espectador en un cruce de géneros y, sin solución de continuidad, cogerlo de la mano y conseguir que no se pierda en las paradojas temporales que plantea. El argumento de la película es simple: un atentado terrorista contra un ferry cargado de marineros de farra lanza al policía Doug Carlin (Washington) de la ATF (una agencia gubernamental de la que yo no había oído hablar antes, por cierto) a la investigación de las causas. Una mujer aparece muerta y torturada y quemada en la orilla del río, pero una hora antes del atentado. Es entonces cuando un grupo de investigación gubernamental, liderado por un Val Kilmer que cada vez se parece más a Alec Baldwin, enrola a Washington para que les ayude a investigar, y le muestran supuestas grabaciones de todo lo que ha sucedido en la ciudad hace cuatro días y medio. Poco tarda el espectador (y Washington, que es un lince, el tío), en comprender que no se trata de grabaciones, sino que la tecnología cuántica permite abrir una ventana al pasado y ver en tiempo real, pero con ese desfase de cuatro días, cómo se va desarrollando la trama del asesinato y el atentado.
Irónicamente, el pirado patriótico-religioso que comete los asesinatos no es otro sino James Caviezel, o sea, el mismo Cristo de la película La pasión según san Mel Gibson, quien ya participó en una película similar de universos paralelos y cambios en la línea temporal, esa pequeña gran joya frecuentemente minusvalorada que es Frequency.
La película no da tregua al espectador, consigue no liarlo en su exposición, ni que chirríe la investigación policial del principio con el inevitable viaje temporal que Denzel Washington tiene que realizar al rescate en los últimos quince minutos de proyección. Si no son ustedes aficionados a la ciencia ficción, les parecerá una película correcta y hasta es posible que les sorprenda el final. Los que ya somos perros viejos en el género y amamos por encima de todos los temas los viajes en el tiempo y las paradojas que estos conllevan, sentiremos una agradable y adecuada sensación de dèja vú, y saldremos del cine reflexionando sobre cuántas veces en total ha viajado el bueno de Denzel Washington al pasado intentando enmendar no ya el plan del terrorista, sino sus propios fracasos previos, y sin saberlo.
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