Decía Ralph Waldo Emerson que los libros deben ser leídos con la misma intensidad con la que han sido escritos. Me comentaba Orson Scott Card que, como traductor de parte de su obra, yo veía en ella mucho más que un lector normal (y hasta bromeaba que incluso él mismo). Enfrentarme hoy de nuevo al título que siempre ha sido mi favorito entre todos los cientos de títulos de historieta que me han acompañado y encandilado durante toda mi vida de lector ha supuesto una especie de epifanía doble, volver a recordar las primeras impresiones que, en aquel lejano 1972, me provocaron las lecturas de la edición de Príncipe Valiente que hiciera Buru Lan en sus fascículos semanales, y contrastarlas con las que ahora, archisabidas las historias y archiconocidos sus dibujos (o eso creía yo) me causan esta edición donde, además, me encargo de traducir los textos.
Por lo pronto, imagino que como a muchos de ustedes, esta edición me dejó boquiabierto. Dibujos que yo creía conocer de memoria de pronto se revelaban como si un rayo de luz apartara las legañas que años de ediciones y reediciones usando los mismos materiales habían acumulado sobre sus líneas. Tengo muchas ediciones de Prince Valiant en casa, en español y en inglés, en color y en blanco y negro, con las páginas remontadas o intentando respetar las planchas originales. Sin embargo, nunca había visto así la obra de Foster: cómo el trazo era mucho más suelto de lo que hemos conocido; cómo ese aparente estatismo del que se acusa en ocasiones al maestro de maestros no existe en esta edición (comparen cualquier edición en color de la página 61, viñeta 4, y díganme si el halcón no vuela en blanco y negro y parece suspendido en el aire en la versión coloreada); cómo Foster usa abundantemente la línea cinética que creímos inexistente; cuál es el verdadero movimiento en molinete con la espada que hace el personaje en su famoso enfrentamiento en el puente contra los vikingos. Y ya llegaremos, en tomos sucesivos, al virtuosismo de rostros y expresiones, los cabellos de Aleta, el brillo de los ojos y la textura de piedras y cueros y aceros y bosques. De pronto, esta labor de amorosa restauración que ha hecho Manuel Caldas (tan paciente en horas de tiempo como el trabajo del propio Foster) nos ofrece Príncipe Valiente tal como tuvo que ser concebido por su autor, directamente de sus pinceles, con una gama de matices que descubre detalles perdidos en otras ediciones, posturas que no imaginábamos, una narrativa esplendorosa que convierte este título mítico en algo aún más grande: ya veremos en el próximo número al mensajero Hulta y la sorpresa de su verdadera personalidad, y cómo ahora nos damos cuenta de que, en el lenguaje corporal y el retraimiento del personaje, Foster no nos ha mentido nunca; fíjense aquí, ahora, en el juego de luces y sombras (¡y cómo retrata la agilidad de Valiente!) del príncipe enmascarado de demonio que asusta a los sicarios del ogro de Sinstar, y traten de recordar si antes habían visto (página 24, viñetas 2 y 3), que había un tercer perro debajo de la mesa, que un cuasi-frazettiano guardia observaba a Sir Gawain, y que las damiselas comían aparte de los caballeros, aisladas y dominadas por el tedio.
He descubierto sorpresas en cada página, y casi en cada viñeta. Todo como simple lector. Como traductor, y hasta como escritor, he abordado ahora la serie de una manera distinta y asombrada, casi igual que la primera vez que me deslumbrara hace más de treinta años, posiblemente, aunque ampliada ahora por la reflexión sobre el hecho creativo y la manera de mejor comunicar en los textos lo que Hal Foster nos narra en su épica.
La prosa, por ejemplo, es sencilla. Quizás demasiado sencilla: se nota que Foster no es escritor, o no lo era todavía en el momento en que empieza con la historia. A veces se hace un lío y cuenta viñetas en presente y otras en pasado (detalles que no se advertirán en la traducción, me temo), hay un exceso de adjetivos que suenan fatal en castellano, y la sinopsis de cada primera viñeta (omitida en muchas ediciones) aquí, por respeto a la cadencia semanal de las entregas (respeto que llega incluso a rotular con el mismo tipo de letra que el original), puede hacer parecer que la historia se ralentiza y se repite.
Una lectura casi científica, que es la que a fin de cuentas hace el traductor, con un ojo puesto en un idioma de origen y el otro en el idioma de destino, nos revela algunos detalles divertidos: el primero, que Foster va improvisando su historia y al principio no tiene una localización exacta para Thule; dicho de otra forma, Val no es identificado como príncipe vikingo hasta que regresa a Thule en busca de Iléne y se enfrenta a Sligon (canta a los vikingos en el drakkar acerca de su hogar en los pantanos, no del que dejó atrás en lo que luego sería identificado como Vikingshölm, lo cual habría sido más lógico y provocaría una mayor melancolía en los piratas, pues les hablaría en su lengua de su propia patria), y el viaje inicial en barco (en el “lugre” del pescador que he preferido simplificar a velero en una traducción que no quiero grandilocuente) que los sorprende en la tercera viñeta ya en las aguas del Canal de la Mancha nos indica que, desde luego, en un principio es imposible que el reino del que huyen estuviera ubicado en Noruega. Las pinceladas de cuidado realismo que impregnan la serie chocan de entrada cuando reparamos que nunca se nos dice el nombre de la madre de Val, y que el rey de Thule no será identificado por su nombre, Aguar, hasta la plancha 344. Tampoco el joven pastor amigo de Val llega a tener nombre, contradiciendo una amistad que se comprende de años y capital para la formación del joven príncipe. Como anécdota curiosa, la primera vez que la bruja Horrit es mencionada en inglés, se llama “Horrid”, una declaración de intenciones (horrid significa “horrible”) que el propio Foster o alguien de la King Features le hizo corregir a una grafía levemente distinta en la página siguiente.
Ahora sabemos que a Foster nunca le convenció el nombre de la serie, y está claro que prefiere nombrar a Val por su diminutivo. Incluso habla de “Príncipe Val” y no de “Príncipe Valiente” en ocasiones, y hasta coloca en la misma frase el término “Príncipe Arn” (un personaje secundario, a fin de cuentas) antes que el de su propio héroe protagonista. Cada página termina con un “continuará” y un título para la página siguiente… título que veces se repite, que a veces adelanta acontecimientos innecesariamente, y que en realidad no aparece como tal, nunca, en la cabecera de la plancha. La experimentación con el formato, pasando de cuatro tiras a dos tiras hasta por fin establecerse más o menos en las tres tiras y las nueve viñetas responde a momentos de exploración (no podemos olvidar que los primeros meses de la serie los alterna con los últimos de su Tarzán) o inseguridad (a veces numera las viñetas, o juega con esbozos de bocadillos que no se atreve a usar: ver la primera viñeta de plancha 15, o la viñeta 7 de la plancha 16; o, en el próximo número, la segunda viñeta de la plancha 117) va pareja a la experimentación argumental: hasta que le coge el truco a la narración y logra cautivarnos para siempre a la trama (momento que podemos cifrar a partir del encuentro con Arn y la batalla en el puente, quizás), Foster encadena los argumentos de manera algo peregrina, recurriendo a secuestros y engaños y heridas de Sir Gawain una y otra vez; en ese sentido, no deja de resultar paradójico que el engaño que atrae al joven escudero y su caballero al castillo de lady Morvyn (la existencia de un ogro) se cumpla más o menos en la aventura siguiente, cuando ayudan a la bella Iléne, y esta aventura encadene con el rapto de Sir Gawain por una bruja de verdad, como si Foster recurriera una y otra vez a las mismas ideas o supiera que la lectura semana a semana dilata en el tiempo las tramas y perdona los errores de continuidad que también aparecen (atentos al cambio físico de Sir Lancelot desde su aparición a la página siguiente).
Y llegamos a la madre del cordero. La labor del traductor tiene que ser la de facilitador de comprensión entre un idioma y otro. Debe respetar el trabajo del autor pero debe también ser fiel a su propio idioma. Hay que simplificar y adaptar todo aquello que no suene bien, aunque no haya para ello más medida que la subjetiva. La espada que el príncipe Arn entrega a Valiente, la celebérrima “Singing Sword”, ha sido traducida al español de diversas maneras: “Espada Cantante”, “Espada Cantora”, “Espada Cantarina”. Sin embargo, aquí encontrarán ustedes que me he decido a llamarla “Espada que canta”. No hay más motivo, quizá, que el gusto propio como lector de epopeya, la consciencia de que es imposible transmitir en castellano la aliteración de las palabras inglesas que acompañan al epíteto (en tanto que el verdadero nombre de la espada es Flamberge) y producen, en su idioma original, el efecto onomatopéyico de sus eses sibilantes. Así se acompañó el movimiento de la espada en la película de Henry Hattaway: como un silbido que alternaba agudos y graves. He preferido convertir el adjetivo “singing” en adjetivo de discurso en vez de adjetivo de lengua: porque me suena más épico (decimos de Mío Cid que fue “el que en buena hora nasció” y no el “biennacido”, por ejemplo; Aquiles es “el de los pies ligeros” y no simplemente “el veloz”), y porque cualquier adjetivo (Cantora, Cantante, Cantarina) está ya lexicalizado en nuestro idioma y retrae a folclóricas, niñas felices o programas de televisión. Permítanme ustedes, pues, que use el término “Espada que canta”, en tanto “Espada susurrante” habría sido alejarnos demasiado del efecto que pretende Foster al nombrarla.
De verdad que, a poco que se acostumbren ustedes, no suena tan mal (y tampoco es un término que aparezca en todas las páginas). Cierren los ojos y repitan conmigo: “Es Flamberge, la espada que canta: quien la use en causa justa será invencible”.
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