Que no, que no vamos bien. Le hemos dado la vuelta al viejo dicho hippie, “No confíe en nadie mayor de treinta”, y nos hemos instalado en una sociedad cateta y post-orweliana donde, tontos del culo como cada vez más vamos siendo, desconfiamos de los propios huevos que nosotros hemos ido poniendo en nuestros nidos. La cosa lo mismo viene de antiguo (recuerdo que cuando era jovencito me molestaba enormemente que me trataran como si no existiera por el simple hecho de tener veinte años y parecer más joven, por lo bajito), pero es que la cosa me temo que empieza a pasarse de castaño oscuro. Yo no sé si la culpa es de la tele, de la capa de ozono, de la prensa, de los conservantes y aditivos o las restricciones de la ley del tabaco que todo quisqui se salta a la torera a poco que puede, pero me da que se está instalando en nuestra sociedad la idea absurda y peligrosa de que todos nuestros jóvenes son unos delincuentes en potencia y que por tanto hay que tratarlos con la punta del pie, para que se vayan acostumbrando.
Sí, así como me leen. Aquí servidor de ustedes, que se gana la vida bregando con ellos cinco días por semana, sabe que no es así, pero traten de explicarle a un tertuliano radiofónico que hace cuarenta años que no pisa un aula que las cosas no pintan tan mal en todas partes. Y no les digo ya a uno de esos expertos en selecciones de fútbol y soluciones a crisis políticas que tanto abundan en nuestros gremios, desde los taxistas a los camareros.
Vengo de pegarme la gran paliza con cien chavales y tres compañeros por la capital del reino. De viaje cultural, teatro, musical y mucho autobús. Uno ya está hecho a la idea de que el señor que te ha dejado sobre la mesa el bollito y la leche del desayuno tenga una hipoteca en todo lo alto, que se tenga que chupar dos pueblos y cincuenta kilómetros de atasco cada mañana, que su trabajo no fomente precisamente la creatividad ni el enriquecimiento personal, pero que se enfade porque los cien estudiantes no estén todos a la voz de ya a en el minuto acordado del desayuno y vayan bajando en grupos según sus habitaciones y no se teletransporten desde la cuarta planta al comedor le suena un poco a chirigota de las que ni siquiera pasan la primera criba. Es inútil recordarle al buen señor que, si en vez de un grupo fueran cien clientes individuales, tendría que servirles uno a uno y cumpliendo el horario de apertura, o sea, hasta casi el mediodía y no a las nueve y media. A veces recurrir al tópico de las películas “Mi dinero vale tanto como el suyo”, pondría muy en su sitio al personal.
Más grave me parece el trato que se da a nuestros grupos de estudiantes en los museos. Vale que haya que pasar por detectores de metal y soltar las mochilas y todo lo demás, pero te obliguen continuamente a no hacer corrillos delante de una estatua o un cuadro, que te manden a estar en silencio delante de un Goya o un Greco, que por asuntos de convenios colectivos los profesores no puedan pararse allí con ellos y explicarles un par de cosas in situ sigue siendo un absurdo de los que hacen época. Si se contrata a un guía, la cosa es hasta peor, porque la guía no se ha reciclado desde la ley de Villar Palasí y suelta un rollo patatero, sin respirar, tratando de explicar todos los detalles no de un cuadro en concreto, sino de la pinacoteca entera. Como resultado, los chavales se desconectan y se aburren. Parece que es más cómodo para celadores y vigilantes y directores que los museos sean una cosa muerta, exclusiva para guiris alemanes de la tercera edad, que son los que van a comprar las guías turísticas. En vez de tener museos atractivos que fomentaran el amor al arte y el placer de la contemplación, nuestros museos son cadáveres exquisitos donde parece que lo importante es que el ganado entre por una puerta y salga por la otra en el menor tiempo posible y levantando la polvareda mínima. El espíritu de la LOGSE todavía no ha llegado a esas zonas del ministerio de cultura, signore Marchesi.
De nada sirve que el comportamiento de nuestros cien chavales haya sido ejemplar en todo momento. No se les aplica la presunción de inocencia porque son jóvenes, y punto. Todo al mismo saco culpable.
Lo malo es que me temo que con los viajes organizados de nuestros viejos pase tres cuartos de lo mismo.
(Publicado en La Voz de Cádiz el 20-11-06)
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