En realidad eran noventa y ocho. Mis chavales, digo. Allí todos sentaditos en el patio de butacas del teatro Fígaro. Y en esas que aparece ella, a dos minutos y pico de que tengamos que desconectar los móviles. Ana García Obregón, Ana la de Ana y los siete, aquella a la que Miguelito Bosé cantaba en inglés, la amiga de Bo Derek y el Equipo A, la señora presidenta derrocada por los golpes de estado de la contraprogramación. O sea, ella misma en su misma mismidad, encantada de haberse conocido, divina de la muerte, monísima, calzando unas botas blancas de caña alta que imagino deben costar lo que yo gano en un año de sueldo.
Y eso fue el acabóse en vez del empezóse de la obra. Imaginen ustedes, cien chavales diciendo "Aaaaana, Aaaaaana, Aaaaana" y haciendo la ola y ella saludando y sonriendo y posando para la posteridad de las cámaras digitales. Inenarrable. La gente se volvía, los chavales tocaban palmas por tanguillos (y eso que yo les había advertido que, cuando hiciéramos el ridículo en bloque dijéramos que somos de Jerez o de Sevilla, pero ni caso). Alguno más descaradillo tuvo la osadía de regalarle una rosa que previamente habían comprado a los chinos de la puerta a cambio de dos besos mejilleros, y otras corrían histéricas por entre las butacas para posar con la posadora oficial de los bikinis de cada año.
Lo mismo al terminar la obra. Mientras se rodeaba de niñas de quince años y sonreían todos y decían pa-ta-ta o lo que quiera que se diga ahora, servidor de ustedes no pudo por menos que advertir que la divina Ana, la amiga de Hannibal Smith, la ex-del conde italiano, la de los hoyuelos monísimos y el pelo salvaje es más joven, pero que mucho más jovencísima que las niñas con las que posaba.
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