Me despertó el viento. Cantaba lejano, indeciso, callando y reiniciando su tonada. No sé si volví a quedarme adormilado, arrebujado en mi capa y sentado al calor de la lumbre, mientras doña Ximena y sus damas de compañía lo hacían en la tienda que los soldados habían levantado, pero al cabo de un rato me pareció escuchar, por encima del ulular del viento, un sonido que semejaban campanas. Me levanté, dudé en despertar a Minaya Álvar Fáñez, sin saber muy bien si soñaba o no, me eché la capa sobre los hombros y avancé hasta la linde del bosque, intentando ver si se nos acercaban hombres o si el tintineo era debido a que las ramas de los árboles marcaban de alguna manera el compás de la ventolera.
Avancé unos pasos, quizá demasiados, hasta que ya no pude volverme. En la oscuridad de la noche, el bosque entero estaba regado de lluvia y se oía el goteo constante de las acículas que derramaban su líquido sobre el suelo. Todo eran crujidos leves, caricias de aire que parecían besos, y entre los colores empañados por la falta de luz y el encantamiento de aquella situación irreal (porque llegó un momento, o fueron muchos, en que no supe si estaba dormido o estaba despierto), el sonido de las campanas se fue haciendo más tangible, y a la cantinela del viento se unió otro canturreo más nítido, de voces humanas, aunque no las pronunciaban hombres.
Los vi pasar y ellos no me vieron. Una hueste que cantaba, como cantábamos los monjes en Sopetrán, pero en movimiento. No pude calcular su número, tan aterrorizado estaba, porque sabía quiénes eran, y aún mejor era consciente de lo que verlos significaba. La Mala Huesta, eso que en otros lugares llaman también la Güáspida, la Estantigua, la Güera, el Hostis Antiquus, el Ejército de Muertos, la Santa Compaña.
No era sonido de campanas lo que oí, sino de grilletes. A la cabeza de la huesta marchaba un hombre encapuchado (y digo un hombre porque al menos tenía dos brazos, dos piernas y una cabeza),alzando un estandarte hecho jirones y también él cargado de cadenas. Lo sucedía una procesión que arrastraba los pies, unidos por el lazo común del eslabón de hierro que los sujetaba a la muerte: figuras espectrales, restos de hombres y mujeres condenados a buscar una y otra vez, en estos bosques, una puerta de regreso al infierno.
Entre las almas en pena me pareció ver un obispo que aún agitaba un hisopo del que brotaba un humo amarillo, como azufre. Y había guerreros con armaduras llenas de óxido y sangre apelmazada, y muchachas de rictus congelado, una de ellas con su vestido de novia y unas flores blancas que parecían calaveras, y muchos niños, sin dientes ni zapatos, y monjes muertos en pecado mortal. La mayoría llevaban velas encendidas y seguían entonando aquel cántico plañidero que los acusaba de vagar eternamente por la vida. Uno de ellos me reconoció y se volvió hacia mí. Ladeó la cabeza, como sorprendido.
Me santigüé rápidamente, demasiado tarde intenté esquivar su mirada. La Mala Huesta se detuvo, pero no cesó el campanilleo de las cadenas, ni el crepitar de aquellas velas que ardían sin que las apagara el viento.
–Estebanillo... –dijo el fantasma, llamó el muerto–. ¿Tú aquí? ¿Has venido por fin a ocupar mi lugar?
Avanzó hacia mí, como implorante, tendiendo las dos velas, como pretendiendo que yo las recogiese. En el delirio del momento, olvidada cualquier magia que pudiera protegerme, me sorprendió más que ninguna otra cosa que pudiera hablar, pues antes de darle muerte sus asesinos le habían arrancado la lengua. Era don Fernán, mi antiguo amo, aquel que había aparecido muerto en el palacio de Burgos.
–Don Fernando, mi señor... –susurré, y caí postrado y agaché la cabeza. La Mala Huesta siguió cantando, inmóvil, dejando que el viento agitara sus sayas y esparciera por los olores del bosque su hedor a carroña insepulta.
–Estebanillo, Estebanillo... Quién iba a decir que te encontraría por fin, que no te encontrarían ellos primero. Ten, coge estas velas, rápido. Eres tú quien tendría que caminar aquí, no yo. Vamos, extiende los brazos y acepta tu legado.
Contra mi voluntad, alcé la cabeza. Las dos velas ardían a pocos palmos de mi cara. Vi que no eran velas, sino huesos. Don Fernán, o aquello que antes había sido don Fernán, tenía todavía un agujero oscuro en mitad del pecho, allá donde el clavo de hierro le había partido el corazón, y su boca era un boquete que cubría su barba joven y los agujeros de su nariz. Hablaba, sí, pero no tenía necesidad de mover los labios. En sus ojos flotaba una luz extraña, una luz de pesar que hora mismo se veía encendida por un tono absurdo de esperanza.
–No soy yo quien está muerto, mi señor don Fernán, sino tú. Bien lo sabes. Te mataron en Burgos, hace ya para diez años.
El fantasma ladeó la cabeza en la otra dirección, como si calcular el tiempo fuera para él algo difícil y remoto, igual que besar a una mujer o beber una copa de vino.
–No comprendes, Esteban. ¿Todavía no te has dado cuenta, mi sirviente? Yo quería jugar con ejércitos de muertos, ¿te acuerdas de aquella noche en el cementerio, cuando vimos los fuegos fatuos?
Claro que me acordaba. ¿Cómo no recordar aquel pavor que don Fernán me había metido dentro del alma, en aquella época en que yo era un chiquillo y creía a pies juntillas todo cuanto me contaban? Pero aquel miedo de esa noche no tenía nada que ver con este miedo que me apretaba ahora la garganta, mientras los compañeros malditos de don Fernán cantaban, y sus velas se apagaban una por una mientras esperaban que yo le tomara el relevo. Era imposible resistir su llamada.
–Yo quería jugar con ejércitos de muertos –dijo don Fernán, agachando la cabeza y mirándose el boquete del pecho. Lo vi entonces como había sido en vida, un muchacho impertinente y provocador que creía que nunca iba a quemarse por más que jugara con llamas–. Quería jugar, no ser uno de ellos.
–Te mataron, mi señor. Mucha gente ha muerto desde que tú estuviste vivo.
–Pero me mataron y no he encontrado descanso, Esteban. Sabe Dios cómo habrán enterrado mi cuerpo, o por qué peno aquí.
–Mi señor, es que tus pecados habrán sido grandes, pero no lo suficientes para condenarte a la hoguera eterna.
–No, Esteban. Mis pecados fueron graves, y te aseguro que preferiría arder en el infierno que caminar un día más por estas trochas. Me mataron por error, y a traición, sin que me diera tiempo a defenderme ni a buscar confesión y arrepentirme.
–¿Por error, mi señor?
El fantasma de mi antiguo amo me miró con pena. Sus cabellos flotaban al viento, y vi que un escarabajo o una cucaracha se le metía por aquel agujero abierto y enrojecido que era su boca.
–Por error, Esteban. Quien me asesinó te buscaba a ti. Eras tú a quien querían matar. ¿Diez años dices que han pasado ya, mi buen criado? Entonces has logrado escapar diez años de quienes te buscan para darte fin.
–¿Te mataron pensando que me mataban a mí? –exclamé, sorprendido, y vi entonces que don Fernán todavía vestía aquellos viejos hábitos que yo le había prestado para que satisficiera su rijosidad con la infanta de Castilla–. ¿Pero por qué...?
–Coge la vela de hueso, Esteban. Libérame de este suplicio. Coge la vela y ocupa mi puesto. ¿Quién sabe si en esta Güera hallarás la respuesta? ¿Quién sabe si por fin yo no encontraré la paz que por tu culpa se me ha negado?
El cántico zumbaba en mis oídos como el crujir de mil chicharras. Todas las velas se habían apagado ya, menos las que tenía delante de mi rostro. Don Fernán esperaba, meneando lentamente la cabeza, como una vieja ante la hoguera. No tenía prisa. Todavía faltaban muchas horas para que el canto del gallo lo borrara de mi presencia.
Sus dos velas ardían ante mis manos, incitándome, y por más que me resistía todo estaba confabulado para que me plegara a su llamada. Aturdido, estupefacto, saber que estaba a un paso de convertirme en espectro, pues no conocía manera de romper ese hechizo que me atraía como el cantar de una sirena, no me resultaba más extraño que intentar dilucidar por qué alguien, diez años atrás, en Burgos, había intentado asesinarme y además con esa saña.
Lentamente, alcé la cabeza y me puse en pie. La Mala Huesta, con un crujido de hierros, inició de nuevo la marcha. Expectante, casi sonriente en aquella mueca imposible que ahora formaba una O de sangre en su boca, don Fernán me extendió las velas de hueso. Sabía que su liberación estaba cerca, y que yo no iba a poder hacer nada para escapar de un destino que quería mío desde más allá de la muerte.
Contra mi voluntad, empecé a extender la mano para cogerlas. Hubo un fogonazo azulino, como el de un rayo cuando golpea en la noche la rama de un árbol, y una figura se interpuso entre la Mala Huesta y yo. Me pareció ver, por un instante, que era una cierva blanca. Trastabillé, caí de nuevo de rodillas y al hacerlo vi que ya no estaba solo en el bosque, sino que me acompañaba alguien. Don Fernán, o el fantasma de lo que había sido en vida mi amigo y señor, emitió un quejido profundo, como nunca he oído a nada ni a nadie quejarse, un ronquido como el de un toro al morir, pero mil veces más hondo y sufriente. Retiró las manos con las velas encendidas, muy despacio se dio la vuelta. Volvió a encadenarse a la procesión, cabizbajo, doblemente muerta ahora su esperanza, y mientras el cántico continuaba y las demás velas volvían a encenderse una por una y el viento arreciaba y agitaba aquellos hábitos suyos que antes habían sido mi única pertenencia, la compaña de ánimas se puso en marcha, para continuar su viaje hasta encontrar a alguien que pudiera darles recambio de sus cuitas.
Alcé la cabeza. En el suelo, a mi alrededor, mi salvador había trazado un círculo con la vara de olivo que llevaba en las manos. Digo mi salvador pero tendría que haber dicho mi salvadora, pues no me había auxiliado un hombre, sino una mujer. Y no una ayalga ni una xana, no una serrana ni una vaquera, sino Ximena.
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