Cuando Danki llegó a su casa, todo sudoroso y con la lengua fuera, y con la zapatilla de deporte derecha hecha un asquito porque pisó un charco de lluvia o algo peor, subió corriendo las escaleras y abrió con cuidado la puerta de su habitación.
Encaramada a una silla, un monopatín, un coche de bombero, y un puñado de juguetes apilados estaba su hermana Lala. Tenía también la la lengua fuera, porque se empinaba para coger de una estantería algo que estaba fuera de su alcance.
Detrás, en una cuna blanca, un bebé con chupete y dodotis estaba mirando con ojillos pícaros la maniobra de la hermana. El perro de la familia, Monko, se movía nervioso de un lado a otro. A lo mejor había olido a Danki al llegar a la casa y sabía que al mayor de los tres niños no le hacía maldita la gracia que rebuscaran en sus cosas.
--¡Ya lo tengo! --exclamó la niña, agarrando un juguete de la parte más alta del mueble, y en ese justo momento Danki decidió anunciar su llegada.
--Lala, ¿se puede saber qué estás haciendo?
Asustada y sorprendida por la aparición sorpresiva de su hermano, Lala perdió el equilibrio y se cayó al suelo entre un montón de juguetes, libros y tebeos. Un camión estuvo a punto de coronar la cabeza del perro, como si fuera un casco vikingo.
Lala se cayó de culo a suelo, justo a los pies de su hermano. Danki se enfadó de veras.
--¡Te tengo dicho que no curiosees en mis cosas! ¡Mis juguetes son míos! ¡Y mis tebeos! ¡Y mis libros! ¡Vete a tu habitación y juega con tus muñecas, Lala!
Lala se frotó el trasero dolorido mientras Danki le quitaba el Transformen de las manos y lo ponía otra vez en el estante, donde no pudiera volver a cogerlo.
--¡Eres un machista, Danki! --exclamó la niña--. ¿Qué pasa, no puedo jugar con tus Transformen? ¡La señorita Julieta dice que no hay juguetes para niños y para niñas!
--¡Pues que la señorita te preste sus cosas! --contestó Danki, mosca como siempre con los discursitos feministas de su hermana y de la maestra, que ni siquiera era guapa--. ¡Mira, ya me has roto el brazo del pirata! ¡Será posible...! ¡Eres una lata de niña!
--¡Y tú un patoso egoísta! ¡Después no me pidas favores!
Danki terminó de recoger y ordenar las cosas, actividad que por cierto no le hacía ninguna gracia y que evitaba cuanto podía. Sacó el tebeo de la mochila y lo colocó sobre la mesa.
--Te he dicho cientos de veces que no me gusta que me toques mis cosas. Me lo dejas todo desordenado.
--¡Mira quién fue a hablar! --dijo Lala. A lo mejor los niños no se daban cuenta, pero cuando se peleaban eran igual que sus padres cuando discutían si poner un canal u otro en la tele y al final uno de los dos acababa por coger un libro e irse a la cama.
Desde la cuna, el bebé los miraba como si entendiera la batalla entre los dos. Le llamaban Pis-Pis, y como ya empezaba a dar los primeros pasos sus padres decían que amenazaba con ser más peligroso que Danki y Lala juntos. Un horror, vamos.
--¡Mira! --dijo Danki, olvidado el sofoco en un dos por tres, porque no era un niño rencoroso. Un poquito suyo sí, pero rencoroso nada de nada--. ¡Hay una nueva librería especializada en el barrio! ¡Y el dueño me ha regalado este tebeo!
--¡Otro tebeo más! --Lala sacó la lengua--. ¡Vaya cosa!
--Ni se te ocurra acercarte a él, ¿te enteras, Lala? Pro-hi-bi-do. Es un ejemplar de coleccionista.
--¿De qué?
--¿Serás tonta? Que es muy caro. Que es único. Que ni se te ocurra manchármelo de chocolate, como haces con todo.
Lala extendió la mano hacia el tebeo.
--¡Vale! ¿Pero me lo dejarás leer?
Danki le dio una palmada en los dedos. Lala se los metió en la boca, ay.
--¿Estás sorda? ¡Ni hablar! Además, primero lo tengo que leer yo.
La niña iba a mandarlo a paseo, pero justo entonces sonó el teléfono. Dio un brinco y lo atendió antes que Danki.
--Es tu amigo Lino --dijo un minuto y medio después--. Que dice no se qué de un entrenamiento de baloncesto. Se oye fatal.
Danki miró la hora en el reloj que le habían regalado por su cumpleaños. Era del Jorobado de Nôtre Dame, aunque él lo habría preferido de Hércules, o mejor del Capitán América o de Star Trek. No había habido suerte, aunque por lo menos no atrasaba.
--¡Qué tarde es ya! ¡Trae!
--Ya ha cortado --dijo Lala, vengativa, y colgó también.
--Muy graciosa. ¿A qué hora vuelve mamá?
--Pues lo menos a las cinco, como siempre.
--Todavía me da tiempo de llegarme a la plaza. Me largo. ¡Adiós, Monko! ¡Adiós Pis-Pis!
Danki salió por la puerta. La cerró. La volvió a abrir.
--¡Y ya sabes! --dijo, asomando la cabeza--. ¡Ni te acerques a mi tebeo nuevo!
--¡Vale, vale, cacho egoísta!
Lala se quedó sola en el cuarto con Pis-Pis y el perro. El bebé le canturreó algo en ese idioma que sólo entienden los niños pequeños y que, vaya usted a saber por qué, tanta gracia hace a los abuelos y a los padres. Luego, claro, se quejan porque en la tele sale algún político hablando con acento así del norte y dicen que es una vergüenza que haya que leer lo que dicen y que a ver qué país es éste y que no se les entiende nada. Cosas de adultos que los niños tampoco comprendían, porque después bien que les gustaba ver las pelis en V.O., que quiere decir versión original, en inglés o francés o servocroata.
--No te preocupes, Pis-Pis --dijo Lala--, cuando seas un poco mayor, yo sí que te dejaré mis cosas... Y si Danki se pone farruco, también las de él.
Se echó a reír. Como si se hubiera enterado de todo, Pis-Pis aplaudía.
--Venga, termínate el biberón. Yo voy a la cocina a preparme un bocata.
El perro empezó a dar saltos, loco de alegría. Era un comilón, como casi todos los perros. Y le encantaba el pan con chocolate y los bordes duros de pizza que no quería nadie. Miedo tenían en casa de que probara algún día el centro blandito, todo calentito de prosciutto y mozzarella. Entonces habría que pedir la oferta de pizza familiar y la mediana de regalo, o escribir una carta a Pedigrí Pam o Dog Chau o uno de esos para que inventaran de una vez pizza para perros y no esas bolas que parecían albóndigas crudas o gusanitos gigantes. Por no mencionar el asco que les daba a todos en casa abrir las latas esas llenas de carne a presión. Cuando le tocaba abrirlas a Lala, siempre tenía la impresión de que los trozos marrones de carne de bicho de segunda saltarían al aire como las serpentinas sorpresa.
--No, Monko. Tú ya has comido. Si sigues engordando parecerás una foca en vez de un perro. Y no sé qué va a ser de ti entonces, porque lo único que no te gusta es el pescado.
Lala salió del cuarto y el pequeño Pis-Pis se quedó solo en la cuna. En la habitación, ahora que Danki lo había vuelto a poner todo en su sitio, sólo le llamó la atención una cosa nueva.
El tebeo que su hermano había dejado sobre la mesa. Aquel número uno de Mundos Infinitos que brillaba dentro de su bolsita de plástico, como diciéndole, estoy aquí, ven a cogerme. Te espero, Pis-pis. ¡Venga!
(CONTINUARÁ)
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