Recordemos una vez más la primera ley de William Goldman: Las películas son estructura, y esa estructura es distinta e independiente a la estructura de una novela o de una obra teatral. Esa estructura debe estar por encima de la adaptación literal de un libro, eso que tanto se estila ahora, con la manía de ser fiel a puntos y comas y personajes secundarios y acciones de relleno, o, como se hace contracorriente en Alatriste, al adaptar en una sola película varios libros a la vez (no, yo tampoco me explico por qué se mata de esa forma a la gallina de los huevos de oro).
Y ese es el gran defecto que, como película, tiene Alatriste. Le falla la estructura, y, al fallarle la estructura, las piezas no casan entre sí como debieran. La narración queda, de ese modo, deslavazada, sugiriendo demasiado y contando poco: saltamos de los momentos culminantes de un libro al siguiente, y dejamos colgadas escenas que resultan clave para entender las motivaciones de los personajes, el entorno histórico, las intrigas cortesanas: es un paseo por los momentos más emotivos de los libros, pero lleno de huecos que, por eso mismo, rebajan los grandes gestos cotidianos que el propio Alatriste o sus compañeros de guerras e infortunios van viviendo: el suicidio del portugués, el apuñalamiento a bordo del barco, el sacrificio económico de Sebastián, la imposibilidad de liberar al reo condenado a muerte, la acusación de espía hacia Iñigo. En ese asomar a las novelas, nos quedamos también con las ganas de saber algo más de todos esos personajes históricos que aparecen como de relleno, haciendo cameos de sí mismos y cameos de los actores (demasiado populares) que los encarnan: el gran Javier Cámara haciendo de Conde-Duque de Olivares (un inciso para admitir que yo siempre lo había visto en el papel de Góngora, a quien se parece más), y el no menos grande Juanjo Echanove interpretando a un amargado y pendenciero Quevedo, tan excesivamente caracterizado que casi parece una caricatura del poeta.
Por lo mismo, ni Malatesta tiene la fuerza que debería, ni el episodio con el Duque de Buckingham tiene luego importancia en la trama (en tanto se corta el desarrollo de ese episodio). Angélica está prácticamente de sobra en la película, en tanto no transmite idea alguna de femme fatale y la actuación de Elena Anaya no la pone por encima de cualquier pilinguilla de serie de institutos. Ariadna Gil hace de María de Castro, un papel que en otro tiempo habría caído en Ana Belén... pero Ariadna no es Ana Belén, mucho me temo.
Dicen que Arturo Pérez-Reverte, feliz padre de la criatura, exigió que la película se rodara en español, por aquello de que no se imaginaba a Quevedo o al propio Alatriste hablando en otra lengua. Interesante propuesta que, de entrada, cierra las puertas a la exportación de la película más cara del cine español, como nos han insistido por activa y por pasiva desde que empezó a rodarse, y quizá hasta alguna nominación al Oscar al gran Viggo Mortensen, que borda su papel (¿remedando poses del propio Pérez-Reverte?) aunque su personaje no domine muchas veces la historia como debería, en tanto en ocasiones la película se vuelve demasiado coral y le roba demasiados minutos de protagonismo. Mortensen hace lo que puede, y lo hace bien, ocultando su acento sudamericano, pero por desgracia no se puede decir lo mismo del maldito sonido directo y de la capacidad declamativa de las actrices, a quienes no se entiende la mitad de las veces y que lo recitan todo con el mismo tonillo colegial: es vergonzoso que la bella Pilar López de Ayala tenga apenas cuatro líneas de diálogo y las cuatro las diga mal. Tampoco se entiende que el inquisidor Bocanegra esté intepretado por una mujer a quien se reconoce como Blanca Portillo en todo momento y cuya voz no se camufla.
La película, pues, se hace larga porque va dando bandazos. Los grandes momentos (que los tiene) quedan muy diluidos en una narración que se estira: es una película episódica donde los saltos narrativos, paradójicamente, la llenan de puntos muertos. A pesar de su coste, se notan las carencias: el asalto al barco se cuenta ya en cubierta, sin que veamos a las barcas subir a bordo; las galeras donde con poca convicción rema Iñigo son un plató cerrado que ni siquiera oscila y cuyo barco también se escamotea. La reconstrucción histórica y la iluminación, impecables, se resienten de la falta de algún plano general que nos muestre desde el aire el Madrid de la época. Muy bien coreografiados y bastante realistas los duelos a espada, aunque quizá haya un exceso de degüellos en toda la película (sigan ustedes la cuenta, porque yo la perdí).
Lo dicho: que donde pudo haber cinco películas o una serie de televisión interesante se nos exhibe un muestrario de escenas llenas de huecos que quizás se rellenen algún día, como diciendo, "mirad lo que sabemos hacer si nos dejaran hacerlo". Siento curiosidad por ver cómo funciona la película en la taquilla española y, sobre todo, fuera de nuestras fronteras, que será el único sitio donde se pueda recuperar la pasta invertida en este proyecto.
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