Adiós a todo eso, que decía Robert Graves (o lo dijo su editor por él). Adiós a las mañanas de horizontes brillantes y calor de arena amarilla y niños de castillo y pala y adolescentes de brasileño y pendiente. Adiós a los almuerzos de tinto de verano y pan de chicle, y siestas con la ventana abierta donde siempre se oye llorar un niño, arrancar una moto o ladrar un perro. Adiós a las tardes de paseo, a las noches de lunas como uñas tras los focos que vuelven la playa en campo de concentración o cárcel de la que conviene escapar cuanto antes, a los bares repletos y los camareros inútiles y las plazas de aparcamiento llenas. Adiós a los Jameson con Sprite y mucho hielo en la terraza del irlandés, mientras pasa la gente que no va a ninguna parte y a ti no te apetece ir a ninguna parte tampoco. Adiós a las madrugadas de sofoco y sudor y libros de cine mudo interesantes y tan difíciles de leer en la cama, adiós a las horas de insomnio, a los litros de agua helada, a los dolores de garganta mañaneros y las zapatillas que nunca encuentras o que trabucas.
Mañana todo será como Dios manda. Olvidaremos las bermudas y las camisetas horrendas, las chanclas llenas de arena, las mariconeras, las gafas de sol, el exceso, la cerveza fría-fría, las tapitas, y volveremos al pantalón largo, la camisita de vestir, algún pobre diablo incluso a la chaqueta y la corbata, y habrá que tomar café dos o tres veces al día, para soportar la vida que no es vida pero que no nos dejan que sea de otra manera.
Tranquilos: el sábado está a la vuelta de mañana.
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