Todos los veranos igual. Se pasa uno el tiempo zascandileando, tirado a la Bartola (que, ay, no es lo mismo que tirándose a la Bartola), mirando el mar y sin soñar con Santander como Jorge Sepúlveda, torraíto, agotado, pegándose unas siestas de oso polar a destiempo, sin dormir luego por las noches, poniéndose al día en cine gracias al DVD (y además en versión original, esa cosa tan rara que aquí no se estila en las salas), y, este año, sin haber escrito una sola línea más que lo que ustedes hayan podido leer aquí.
O sea, algo parecido a la perfección en la vida si no fuera porque cenar fuera en noches alternas te supone un perraje y al final el estómago te va avisando de que no lo sobrecargues y la cinturita sigue tendiendo a la entropía y ves que se te van los ojos para la sección de tallas grandes de los centros comerciales de última moda.
Y entonces uno se da cuenta (o se dan cuenta todos tus conocidos a la vez) de que faltan menos de diez días para que suene el despertador de la vida y nos tengamos que poner las pilas y dejar las bermudas y las camisetas con la alineación histórica del fugaz pase a primera y las chanclas y ala, al duro quehacer diario de ganarnos el pan y la mortadela con el sudor propio (que en septiembre por aquí abajo, y hasta lo menos noviembre, ya saben ustedes que no hay tutía y seguiremos sudando lo mismo que ahora).
Es entonces, en estos días finales de agosto, cuando de pronto te llama tu amigo Manolito, al que no ves más o menos desde la última semana de junio. Cómo va la vida, cómo están los niños, a ver si quedamos . Y tu primo Remigio, que tiene un chalecito en la Barrosa y va a preparar su cumpleaños y hacer ostentación de piscina nueva, que ya podía haberte invitado a primeros de mes, cuando no hacía tanto biruji ni el poniente incordiaba como ahora. Y tu compañero del trabajo, López, que te recuerda que quedásteis para tomaros unas cervecitas y unos sushis de esos que ahora empiezan a llegar a los restaurantes de otras poblaciones, que aquí estamos ya un poco hartos del sota, caballo y rey de las pizzas y los rollitos imperiales y el pescao frito que ni es cazón ni ná, sino pinta real y congelada. Y entonces tu santa te recuerda que tienes que ir con ella a conocer al recién nacido de su amiga de la infancia, sin darse cuenta de que el niño ya lo menos va a primero de preescolar, del tiempo que hace que no se ven. Y queda pendiente aquella excursión a las dunas de Zahara, o a la playa de Los Caños, o a tomarte una urtita en Conil. Y encima luego tienes que quedar bien con todos ellos y decirles que se pasen por casa o, si eres de esos infelices chaleteros también, invitarlos a devolverte la cortesía para que te dejen todo perdido a veinticuatro horas de acabar el permiso y te dejen hipotecado un fin de semana que tendrás que pasarte recogiendo cosas.
Total, que antes de que te llegue el estrés postvacacional, te agota, pero mucho-mucho, el estrés pre-postvacacional, el síndrome Titanic del sálvese quien pueda, como si esta semana fueran las rebajas de agosto de tu propia vida. Uno lo quiere hacer todo en nueve días, y acaba agotado como si hubiera jugado una final con prórroga y penaltis, con las legañas hasta las rodillas, con la tarjeta de crédito hipotecada hasta diciembre y con ganas de volver al curro para huir de tanto compromiso social.
A lo mejor es que, en el fondo, la naturaleza nos hace sabios y lo mismo que la vejez nos va preparando para el agujero, este sprint final de las vacaciones está inventado para que deseemos descansar de nosotros mismos... en nuestro puesto de trabajo, que allí molestamos menos y no nos puede la sensación de ser libres.
(Publicado en La Voz de Cádiz el 28-8-06)
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