A Torre la música le gustaba lo justito: su carnavá cuando era carnavá; algo de la más grande que en gloria esté, aunque prefería escucharla a verla; alguna cosita del Serrat, más que nada porque una vez lo había visto en directo allá en el Cortijo Los Rosales, con la pata coja y delgadito delgadito, cuando todavía tenía los lunares en la mejilla, y le emocionó cuando estrenó allí mismo Para piel de manzana y El carrusel del Furo, o sea, una canción dedicá a todas las gachís que dejan de estar apetecibles como la fruta porque el tiempo no pasa en balde, y otra canción dedicá a su abuelo, que era feriante, y que le puso la carne de gallina.
A Manolito Piña, sin embargo, la música es que lo encandilaba, lo volvía tarumba, decía que un vinilo sonaba de putísima madre y que dónde ibas tú a comparar con un cedé, y se pateaba todas las ferias de discos antiguos y tenía colecciones enteras de afiches de los Beatles (pero no de los de Cádiz, que eran los que más le gustaban a Torre, con el Peña que en gloria esté también con tol arte del mundo con aquella chaquetita roja), y una guitarra firmada por Marnofle, y entradas del Carenegijol y el Madison Escuare Garden, donde Torre quizá soñó boxear algún día, y hasta había pujado por internet, aunque no se comió una rosca, por las botas de la niña de Frank Sinatra. Un caso, el Manolito Piña: se sabía las letras y los acordes de todas las canciones de Triana, y en sus tiempos hasta, decía, se había fumado más canutos que los tres de Triana juntos. Flipaba con Camarón de la Isla, de quien llevaba un escapulario y estaba pensando en hacerse un tatú en la paletilla, y lo mismo le daba doña Concha que Suzi Cuatro o Suzi Cinco. Para él la música era una droga, una forma de vida, aunque cantar, lo que se dice cantar, a Manolito Piña sólo le cantaban los pies y los sobacos.
Cada verano, como no tenía ná que hacer, embarcaba a Torre pa que le hiciera de chofe y de escolta en todos los saraos que venían por la costa. A Torre, como el verano se le hacía más largo que un día sin galletas, le daba igual. Y por eso lo mismo se pasaba seis horas en la playa, al lao del cementerio, esperando que cantaran los Andiluca y este año la Torroja Mecánica (y eso que él vivía en la calle Marqués de Cropani y se escuchaba igual que si estuviera allí al relente, pero con la cervecita fresca y las tapitas de anchoas), que lo llevaba a los Caños a escuchar a los Caños o a Setenil de las Bodegas a escuchar a Tequila. Torre iba, el otro ponía la gasolina, lo invitaba a papear, y listo. Como estaba harto de escuchar gritos en las escaleras, motos a toda pastilla, anuncios de hazte socio del Cadi y niños gritando la mona con el coñaso de la movida, ya estaba hecho a to: se apalancaba allí, se ponía tieso, y escuchaba el concierto sin pestañear. Cuando terminaban las canciones, aplaudía (menos una vez que fue al Falla a un concierto de la Orquesta Nacional de España y se enteró que no se aplaudía entre pieza y pieza, y eso que se quedó con las ganas de aplaudir al chavea aquel que tocó el solo con el cuerno inglés de la sinfonía del nuevo mundo, que le llegó al alma, o lo mismo serían las dos cervezas y lo cómodo que se estaba allá en el palco). Y después del concierto, pa casa.
Lo más raro fue lo de los otros días, cachienlosmengue. Hasta Estepona tuvo que llevar a Manolito Piña, porque un colega suyo que era otro majarón de los discos y la música había tenido la ocurrencia de traerse a cantar nada menos que a los Village People, que eran una especie de chirigota de tíos con pinta peligrosa que iban disfrazaos uno de indio, otro de bombero, otro de poli, otro de motero y otro de albañil y qué se yo: mu mala espina daba aquello, como si en vez de en un concierto de rock o pop lo hubiera colado Manolito Piña, sin comerlo ni beberlo, en un estriptis de boys de esos que hoy vuelven locos a to las niñas cuando cumplen dieciocho y tienen ganas de darse un alegrón por donde rima. Pero resulta que no, que eran un grupo de música de verdad, americano, y famoso-famoso, que hasta habían hecho una película cuando la época de Travolta y cantaban contoneándose aquello de guai emsi eh, guai emsi eh y la gente venga a mover el esqueleto y a corear las canciones como si fueran los estribillos de la chirigota del Selu macho macho man y venga macho macho man y la canción aquella que Vicentito Quignon le había dedicao al Zidane en los mundiales, pero con otra letra que parece que decía joé. Eso sí, marcha un montón, pero el ruido pa plantearte luego en la puerta de Astillero y decirle al nota de la ventanilla que te habías quedao sordo con el soplete en un tanque, a ver si colaba la jubilación y la morterá de la indemnización, que anda que no había gente con el mismo achaque.
De todas maneras, a Torre lo que lo dejó a cuadritos, pero planchao en el suelo, fue cuando termina el concierto, después de los bises y los trises y mucho in the navy y yon man yon man, y se van todos del escenario y se queda uno solo allí en medio, el que hacía de indio aunque no necesariamente hiciera el indio, y el tío va y se arrodilla, y levanta los brazos como si estuviera colocao o metío como Marlon Brando en el papel y mirando al cielo, como una histérica, empieza a chillar y a decir Viva la Pantoja, Viva la Pantoja, una y otra vez, o sea, un guiri que cantaba en inglé gui guon you gui guon yu y iba vestío de arapajoe te joe y no paró hasta que el amigo de Manolito Piña fue a rescatarlo y le dio dos abrazos y le regaló la discografía completa de la artista.
O sea, lo que Manolito Piña le venía diciendo por tol camino: que el mundo cada vez se hace más chico, Torre, picha.
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