En otros sitios se hace el comentario cuando se va a los toros, y a la feria, y hasta el gran pintor Norman Rockwell lo inmortalizó en un cuadro a dos viñetas: el rito de ir feliz a la playa lleno de buen humor y esperanza y la vuelta arrastrando los pies y mucho más agotados que cuando partimos de casa, supervivientes a duras penas de Trafalgares de andar por la orilla.
Como todas las cosas que repetimos inconscientemente, un día de playa está lleno de ritos, pequeños gestos cotidianos, liturgias profanas donde cada uno lleva sus manías y las impone para sorpresa o malestar de los otros: el que siempre se para, cargado de sillas y sombrillas, en los caminitos de acceso, obligándote a dejar la seguridad de la madera y pisar la arena seca, o sea, la arena caliente de toda la vida, una de las pocas cosas que no han cambiado en las muchas mutaciones de la playa; la familia que instala la tienda de campaña justo a dos centímetros de ti, como si no hubiera siete kilómetros de arena donde elegir, señora, y no contenta con eso, y aunque no sople ni una rachita de viento (que ahora lo anuncian en una pantallita y todo, cosa más moderna, tú) venga a tensar cuerdas y a llenar bolsas del Lí para que no se vaya volando la sombrilla, no importa que quien se vaya volando sea el primero que tropiece al no verlas; la parejita que siempre pone en práctica en público y a mediodía lo púbico aprendido en la televisión los viernes de madrugada; el que se mete en el agua como en un anuncio de refrescos, dando brincos como el canguro Skippy y mojando a todos los caguetas que entramos a poquito a poco y con la piel de gallina; la que se empeña en bañarse con el flota lleno de niños en la zona reservada para embarcaciones y no hace caso por más que los chicos de la Cruz Roja le digan que se eche un poquito más pallá; el que sacude la toalla y te ametralla de granitos de arena que parecen perdigones; la buena señora que se empeña en pasar justo por donde tú has levantado un improbable muro de contención contra la marea que sube y te deja las dos huellas de los pies allí marcados, quintacolumnistas de derribo que permiten vía libre a la ola que te pone pringada la toalla y la bolsa tan mona que nos han regalado aquí en La Voz; los que nunca escuchan las indicaciones de la niña de los altavoces y no les importa que debido al fuerte viento reinante ya tendrían que dar por perdida la colchoneta que vuela a ras de agua como la pluma blanca del Forrest Gump que en el fondo son…
Todos estos ritos culminan con el que es el rito por excelencia de un día de playa: el enjuague de pies antes de decir hasta mañana. Allí nos vamos poniendo en cola todos, con las camisetas mojadas, los pelos pegados a la frente, las sombrillas, las tumbonas, la tabla de surf y los patitos de goma. A cualquier hora, no falla: más concurrida la cola que la de la final del Falla, oiga. Y siempre te toca aquel que hace sus abluciones como si fuera mahometano y se pone mirando pa Rota y venga a frotar un pie, otro pie, un codo, otro codo, una mano, otra mano, ahora el palo de la sombrilla, luego la silla de papá, después la hamaca de mamá, ahora tú, Carlitos. Y la cola que aumenta porque, no sé si se han dado ustedes cuenta, aparte de la insolidaridad propia de quien ahorra el agua en casa, es que lo que hay para limpiarse los pinreles son dos grifitos nada más (en tiempos hubo tres, al menos en la entrada principal del Hotel Playa, que es el caso que nos ocupa), con un caudal mínimo que se corta a la primera, con un mando incómodo a la altura de las rodillas (¿no puede estar más alto, a la altura del pecho, por Dios?) y con un pestazo a orines los fines de semana que si no fuera porque uno sabe lo que cuestan los trasvases de arena, dan ganas de llevársela toda pegada en las chanclas.
Así que un poquito más de zotal todos los días, hombre. Y más grifería, a ambos lados. Y una buena campaña para concienciar al señor insolidario que se deja a sí mismo como los chorros del oro de que no se lleve a la playa el Moana y nos retrase la vuelta a casa, que hay hambre a esas horas.
(Publicado en La Voz de Cádiz el 14-8-06)
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