Ayer llegó la cartera que sustituye a mi cartero de todos los demás meses. Llama al telefonillo y pregunta: "¿Rafael Mañas?". La oigo mal, atribuyo a eso que mi apellido esté incorrecto, y le digo que sí. "Correo certificado", me dice. Pulso la apertura de la puerta, la espero a que suba.
En efecto, trae carta. Es para mí. Aunque escrito mecánicamente en el papelito que firmo pone Mañas, miles de exámenes corregidos me hacen ver que en el sobre (que es de mi editorial), pone mi apellido bien puesto, aunque al no ser letra mayúscula y estirarse el acento de la i es normal que la cartera, que no me conoce de nada, se confunda y crea que es la virgulilla de una eñe.
Vengo del médico hace un rato. Sentados en la consulta, un señor y yo. Se abre la puerta y oigo "Rafael...". Me empiezo a incorporar como un resorte, hasta que mi médico termina de pronunciar el apellido: "Rafael Mañas". Me quedo patidifuso. ¿También aquí se han confundido? ¿Me apellidaré de otra manera a partir del uno de agosto?
Pero no. El señor que tengo a mi lado se levanta y entra en la consulta. Se llama de verdad Rafael Mañas, como creía que yo me llamaba la cartera que ayer me trajo el certificado a casa. Y me pregunto si no recibirá alguna de mis cartas, qué habría pasado si ayer hubiera recibido mi certificado, o si mi médico de hoy le hubiera recetado mis recetas. O a mí las suyas.
Por menos de esto Paul Auster escribe tres novelas, oigan.
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