La madrugada cualquiera de un fin de semana cualquiera, en verano. Toca levante en calma, en contraposición al poniente que nos ha hecho estremecer más de una vez el martes o el miércoles. Calor sofocante, se te pegan las sábanas, ni siquiera entreabrir una mijita le ventana te alivia del bochorno, porque abrir la ventana supone permitir la entrada, como si fuera un vampiro transilvano con ínfulas de emigrante en la gran urbe, al ruido que asola en tantos sitios como el nuestro la calma de la noche.
Y dan las dos, o las dos y media, y a lo lejos aúlla incansable un perro abandonado en un balcón mientras sus dueños están en la calle, o de vacaciones, ignorando la protesta de su animal o quizá soportando la queja de otro perro primo hermano del suyo. No para. De vez en cuando, todavía más lejos, responde otro perro en el mismo idioma desconocido. Justo cuando parece que el primer perro se tranquiliza, pasa un coche con las ventanillas abiertas, si es que no es un descapotable al uso, y hace temblar la casa entera con el ritmo de una canción del verano que alguien, en una mesa de mezclas, se ha encargado de adornar con un batiburrillo de ritmos electrónicos y palabras machaconas que suenan, distorsionadas por el rugido del motor, tan ininteligibles como los ladridos del perro que quizá asustado ha puesto pies en polvorosa.
Es entonces, cuando el ruido se apaga porque el semáforo se ha puesto en verde, o porque el coche se aleja sin que de tiempo a cambiar de color, porque mola saltárselo si no hay nadie que pueda impedírtelo (el pecado, ya saben, está en la vista de los otros) cuando entra en acción el estrépito metálico, el runrún continuo del camión, la sacudida a los contenedores y el asmático pitido de la maquinaria. La invasión de Polonia con los Panzer de Guderian tuvo que ser algo muy parecido. Un silbido por parte de alguno de los operarios, y diez minutos más tarde el diplodocus de metal y bolsas de plástico se aleja en la noche. Cinco minutos después en algún restaurante echan la baraja, un chirrido que te pone los dientes hasta el suelo y hace que te des la vuelta en la cama como las tortillas, al salto.
Al soniquete de las máquinas se une un zumbido inconexo, un fondo insectil que sólo de vez en cuando se identifica como lo que es, voces humanas, voces jóvenes que charlan y discuten y se aman o se aturden. No han inventado ningún flit que ponga silencio a esos abejorros. Quizá no se puede. Tal vez no interesa.
A las tantas, cuando ya un ojo se ha dormido y el otro intenta no perder de vista el despertador, el rumor de fondo se convierte en ecos de puntapiés a latas, botellas hechas añicos, cánticos carnavalescos y bramidos futbolísticos. Nunca falta quien llama al telefonillo después de echar un cañote en la casapuerta, y la ley de Murphy añade que suele ser cuando ya has dado la cabezada o, si acaso, en la casa donde el perro solitario ya se había hecho a la idea de pasarse otra noche solo.
De vez en cuando, porque estás intentando dormir a la fresquita en el sofá o porque picas, te asomas a la ventana para acordarte de los ancestros de algún que otro noctámbulo ruidoso convertido en crápula de sí mismo, y entonces las ves ahí abajo, tres jovencitas la mar de compuestas, lo mismo da que sean universitarias que firmen cada equis meses la cartilla del paro, tal es la tabula rasa de la noche y de los tiempos que corren. El estupor te invade apenas el segundo suficiente para advertir que dos montan guardia mientras la otra orina entre los contenedores de basura. Las tres se turnan. Cuando terminan, una de ellas ofrece en la palma algo que antes ha estado alisando. Una por una, las tres jovencitas la mar de compuestas, sniiiiiiiif, se meten su rayita de coca y vuelven a la colmena donde el estrépito se confunde ahora con el inicio de alguna pelea.
Te vuelves a la cama recordando que todo esto empezó, dicen, porque escasea el dinero para pagarse una copa.
(Publicado en La Voz de Cádiz el 10-07-06)
Comentarios (28)
Categorías: La Voz de Cadiz