Es un viejo multicines, de esos que se llevó por delante la moda de los centros comerciales, los videoclubes y las mulas. Dos salas, una pequeña y cómoda (aunque con la pantalla algo sucia; el objetivo, más bien), y otra larga y en forma de caja de zapatos. Cerquita de casa, junto a la playa, en el sitio que hoy ha conquistado la movida. Sobrevivió como pudo, y aún recuerdo algunas buenas películas que vi allí, casi en la intimidad ("Somewhere in time", "Legend", "Life of Brian"), como si fuera un mogul cinematográfico yo mismo, y otras que vi entre mareas de gente ("El silencio de los corderos").
Lleva allí, arrumbiado, al pairo, una buena docena de años, en una zona que podría explotarse y sin embargo, quizás porque piden un pastamen, quizás porque nadie puede hoy reflotar dos pantallas que se han quedado antiguas, no se reconvierte. A cal y canto, cerrado, oxidado el metal de la baraja que impide el paso, llenos de orines los rincones de la taquilla, alguna firma graffitera, una puerta metálica y roja sucia.
El otro día, mientras pasábamos por su lado, mi mujer se dio cuenta de que, en esa puerta metálica, alguien había dejado olvidadas unas llaves. Allí estaban: clavadas en la cerradura, con su llavero de metal y, colgando del llavero, un grueso crucifijo de madera.
Mi mujer titubeó. "Se las habrá dejado alguien", dijo, y sé que se le pasó por la cabeza coger la llave y preguntar en el bar de al lado, en la freiduría, en el minisupermercado. Pero yo fui más rápido.
¿Un cine abandonado, lleno de polvo y fantasmas como el Roxie, con una llave puesta en una puerta y encima con un crucifijo por llavero?
Que venga Stephen King y escriba la novela.
Así que, en efecto, nos largamos.
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