Presentó ayer Antonio Anasagasti su libro de microrrelatos "Marte entra en la casa octava", o sea, sí, historietitas breves, pensamientos a vuelapluma, impresiones subjetivas y a veces hasta surrealistas, con un toque de fantástico y otro toque de denuncia social y de observación del ambiente. Antonio, que además escribe poesía, está como un niño con zapatos nuevos desde que ha descubierto que también hay vida y disfraces en la prosa. Lo presentó Manuel Ruiz Torres, que estaría brillante como siempre, pero a quien no puedo loar aquí, pues llegué tarde al acto y me perdí sus palabras.
Lo mejor de estas cosas es la posibilidad de vernos, lo he dicho en otras ocasiones, y tomarnos un par de cervecitas (o un par de pares de cervecitas, ya me entienden) un día entre semana, que es por cierto cuando hasta más buena sabe la cervecita. No fuimos muchos anoche los que nos reunimos, o al menos no fuimos muchos de los que matamos las angustias y las asperezas de los días con esta cosa tan tonta que es escribir. O sea, sí, que después del acto y la copita de rigor, apenas nos quedamos Antonio, Manolito, Carmen (la mujer de Antonio) y yo, y si hoy no hubiera que trabajar seguro que todavía, quién sabe, estaríamos dándole a la mojarra.
Se comentan libros, se comentan actos, se comentan chismes y rumorologías varias. Lo mejor o lo peor de estas cosas es que uno comprueba una vez más lo pequeñoburgués y triste que es esto de ser escritor de provincias, donde se reproducen pero en chiquitín los chismes, las rumorologías varias y las pequeñas grandes miserias de los escritores de tronío. O sea, mismamente, que en todas partes cuecen habas, siempre nos quedará un gaché que esté dispuesto a darnos puñaladas por la espalda por un ponme aquí en esta antología o cítame en un artículo, mientras que el oficio este inútil de desemborronar las neuronas es, sin duda, otra cosa muchísimo pero que muchísimo más hermosa.
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