Yo descubrí con gozo la tortuga de Uncas,
y aprendí a robarle a un usurero
un pañuelo de seda por miedo al manotazo.
Me supe hombre viendo un dibujo en una casa en la jungla
y descargué dos pistolas desde la cofa de un barco al pairo
(era eso o la mordedura de aquel cuchillo entre los dientes).
Le puse a mis amigos
la cara de unos niños de un colegio de Italia,
y después me enteré de que por quince pesetas
sabía el sexo a sardinas y posguerra y pecado.
Vi la muerte de un niño tonto almibarado de aceite
y amé a Julia y los libros mientras susurraba la radio.
Di mis primeros besos cuando Francisco (no Fernando)
usaba guantes amarillos en las galas de provincias
y me cegó la nieve en un hotel de Denver
y temí al instante lo que significaba redrum.
Me reflejé en la plata de los canales secos,
osé tocar a Mozart con mis manos limpias,
desafiné en Manor Farm
y jamás me sentí solo aquel siglo en Macondo.
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