Tal que ayer mismo, hace cincuenta años, un muchachito que había conocido la amargura del exilio en Francia tras la guerra civil y un maestro republicano represaliado y que nunca pudo volver a ejercer su profesión original crearon el que habría de ser, quizá, el último gran icono de la cultura popular autóctona española. Eran Víctor Mora (que firmaría con el ubicuo seudónimo de Víctor Alcázar) y Miguel Ambrosio Zaragoza, Ambrós. Su personaje, El Capitán Trueno, plantaría sobre todo una sonrisa a una España de luto forzoso donde no osaba pestañear nadie.
Fue el héroe por antonomasia de muchos niños de aquella época y de otras épocas posteriores, y a la peripecia continuada de sus aventuras en cuadernillos apaisados que no sólo leían los chavalillos el tiempo nos ha enseñado a añadirle un subtexto que sólo hemos podido comprender ya de mayores. Porque el Capitán Trueno, además de su sonrisa y ese pelo adolescente al que más de una vez ha hecho referencia el maestro Umbral, entre soflamas al Santiago y cierra España y epítetos impensables e ininteligibles en la España analfabeta funcional de ahora, dejó marcado claramente el territorio de una visión del mundo humanista y si me apuran democrática, una burla continua a una censura que no entendía que aquel hijo de republicano muerto en el exilio y aquel maestro explotado hasta el hartazgo por la empresa editora estaban mostrando a la machadiana España que bostezaba por entonces, antes de la década de los seiscientos y la llegada de la tele, que existían ideales de libertad e igualdad y merecía la pena luchar por ellos, y que no existen fronteras ni razas cuando quieres buscar en cualquier parte la ayuda de un amigo (así se rebautizó al personaje en otros países: Amigo), que la tiranía es intrínsicamente perversa y existe el honor y el amor y el humor como parte integrante e irrenunciable de la vida. Trueno y sus dos compañeros (nunca dieron muestras de que fueran “escuderos”) se pasaron la vida y nuestros sueños derrocando tiranos e instaurando en su lugar consejos de ancianos sabios, conversando en pie de igualdad con Ricardo Corazón de León o el mismo Saladino, actuando como quijotes sin mala pata y, sobre todo, apelando siempre al respeto y la razón antes que a la violencia. Siempre he querido creer que los niños que por seis reales leían aquellos tebeos fueron luego parte activa en la Transición a la democracia.
Porque aquellos tebeos no sólo enseñaban dónde estaban las islas de la Sonda o quiénes fueron los vikingos prehistóricos, sino que en el paquete venía incluida la enseñanza moral que en aquella época no se podía ver en el entorno autoritario gobernante… y que hoy, pasados cincuenta años, tampoco se encuentra por ninguna parte. A la sombra del Capitán Trueno se desarrollaron otros muchos personajes parecidos, siendo el último que recibiera sus influencias el televisivo Curro Jiménez. Ésa es la paradoja: en tiempos más oscuros que los actuales se popularizó, quizá por pura ingenuidad, un ideal de caballerosidad y de respeto. Luego nos desembarazamos de aquella conciencia que, cual Pepito Grillo, nos enseñaba que los buenos no mataban por la espalda, que no pierden el temple ni hacen uso indiscriminado de la fuerza, y poco a poco nuestra cultura popular, ciertamente engreída y falsamente convencida de que hay cosas que no merece la pena defender, pasó a la parodia o a mirarse en el reflejo de unos personajes que nunca en la vida (recuerden ustedes, por ejemplo, a Rambo, o a Torrente) habrían sido considerados héroes, es decir, gente que nos marcaba un camino envidiable.
Ni nosotros ni nuestros hijos nos fijamos ya hoy en las andanzas de un joven caballero sin edad de melena al viento e idealismo por bandera. Estando su mensaje todavía vigente, hoy El Capitán Trueno sólo existe en la nostalgia. Lo más triste de todo, sin embargo, no es que carezcamos de héroes en el mundo real, sino que el mundo de la imaginación haya renunciado a los valores del héroe y sus enseñanzas.
(Publicado en La Voz de Cádiz el 15-05-06)
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