No estuvimos allí hace cincuenta años justo hoy, pero entonces el correr del tiempo era quizá menos presuroso, y los productos de la cultura del consumo popular no se agotaban en sí mismos a los pocos meses. No había generaciones de recién llegados que despreciaran por puro desconocimiento los valores conseguidos apenas una década atrás por quienes habían configurado su presente a falta de no haber podido configurar un mundo mejor.
El Capitán Trueno, "A sangre y fuego", el número 1 de la Colección Dan. Tuvo que ser un mazazo, o por lo menos para mí lo fue, doce o trece años más tarde, cuando cayó la versión coloreada en mis manos. Hasta entonces el tebeo de aventuras español, el cuadernillo apaisado heredado de Italia, había sido una cosa de factura en apariencia improvisada que duraba pocos números o se extendía hasta el infinito gracias a la paciencia y el trazo nervioso de artistas a quienes el sistema nunca dejó alcanzar la plenitud de sus cualidades que en otro país menos cicatero habrían podido lograr (estoy pensando, sí, en don Manuel Gago). Tuvo que ser un mazazo porque en la mano aquel cuadernillo pequeño, casi ridículo para los baremos de hoy, estoy seguro de que no dejaba de ser una joya: por lo cuidado del dibujo, por la atención al detalle que daba como nadie el gran maestro Ambrós. Y, sí, porque los guiones de Víctor Alcázar (o sea, Víctor Mora) se acercaban más a los grandes clásicos de la prensa americana (Prince Valiant, Tarzán, Flash Gordon, según descubriríamos luego) que a los folletines por entregas del tardorromanticismo españolista.
El Capitán Trueno, con su físico de Gary Cooper en Los viajes de Marco Polo (a una China muy similar viajaría en seguida), con sus dos escuderos que nunca fueron más que amigos al servicio común de la justicia, fue un tebeo que no olvidó nunca la peripecia y la aventura. En sus diez páginas de apretada acción siempre había lugar para la sorpresa, y fue capaz de aguantar su frescura, ya digo, muchos años. Es posible que la conserve todavía: habría que preguntarle a alguien que aborde cualquiera de sus reediciones sin la rémora de la nostalgia ni el condicionamiento previo de compararlo con otros tebeos de ahora, que tienen una gramática distinta (pero no mejor ni peor, que quede claro).
No sé cuál fue el primer tebeo de Trueno que llegó a los ojos de aquel niño despierto que yo fui en los años sesenta, pero sí puedo recordar, lo he dicho en otras partes, los sobres-sorpresa que siempre me engañaban con la historia del conde Ja-Ja y su sistema solar de moscas. Mi primer Capitán Trueno fue el de la época del grandísimo Angel Pardo: la historia del iceberg y el oso polar, el ajedrez gigante, los vikingos prehistóricos y quizá (aunque creo que no era ya de Pardo, sino de Martínez Osete), la historia del Conde Hierro que tanto se parecía a quien luego sería, para nosotros, el Doctor Muerte de los comics de los 4 Fantásticos. Al mismo tiempo, en Trueno Extra, aquellas aventuras más cortas, menos enrevesadas pero exquisitamente dibujadas por Manuel Fuentes Man, con su edición en tono bicolor y los complementos de Victor Héroe del Espacio y El príncipe errante. Y de vez en cuando, perdido en algún cajón de mis tíos, un extra de Pulgarcito dibujado mejor de lo que yo había visto nunca dibujado a Trueno, y donde Crispín no tenía el trazo irregular y picudo de su saya: las historias de Ambrós, claro, para ese título. Es curioso que yo odiara siempre los episodios televivivos donde la gente se quedaba encerrada en una cueva y en una de mis historias de Trueno favoritas pasara precisamente eso. Recuerdo a la perfección el último cuadernillo apaisado de la colección (número 618, ya en 1968), y la promesa de que pronto llegaría Trueno en color, un domingo por la tarde cuando fuimos todos a ver La Biblia en su principio de John Huston.
Y en color llegó, pocos meses más tarde, y fue entonces cuando conocí las primeras historias del Capitán, de Crispín y Goliat, de Sigrid y Ragnar Logbrod. Por ocho pesetas, me parece, y remontando y censurando en ocasiones el trabajo original. Fue, ya digo, un mazazo. Aunque las historias de los cuadernillos estaban perfectamente estructuradas para potenciar el continuará, la versión conjunta de la colección Trueno Color aumentaba todavía más ese efecto y multiplicaba la peripecia (con el tiempo, uno ha aprendido a despreciar esa versión, sí, sobre todo por la rotulación mecánica y la censura, pero bien que nos hizo el avío a los niños de esa segunda etapa del personaje).
Gracias a Trueno Color pude conocer el romance de Trueno y Sigrid (tan parecido, lo comprendí más tarde, al de Val y Aleta), ser testigo de la creación del primer globo de Morgano, de la enemistad entre Gundar y nuestro héroe, del duelo a puñetazos contra Gengis Khan y, sobre todo, de la primera larga aventura en América y el enfrentamiento contra Titlán el tirano, que sigue siendo mi historia favorita. Hubo un par de intentos de recopilar esos tebeos en color en álbumes de tapa dura al estilo de Astérix, pero apenas cuajaron. Trueno Color se reeditó continuamente desde entonces, pero cuando abrimos los ojos y nos dimos cuenta de que ya éramos coleccionistas irremediables en esto del tebeo, la editorial nos engañó una y otra vez marcando como número 1 de la serie la aventura "Los normandos de Osfold", que venía además seguida y cuyo remontaje extraño consiguió que no se entendiera la historia. Imagino que el litigio entre Bruguera y Ambrós y Mora fue responsable de todo aquello.
En Trueno Color pude por fin completar historias que siempre me habían dejado colgado antes, seguir el hilo de los argumentos, desesperarme cuando interrumpían una saga de la colección apaisada original para colar historias de relleno (o eso me parecían), sacadas de Trueno Extra. Y pude apreciar ahora la vergonzante estrategia de corta-y-pega a la que sometió la editorial el producto, colocando cabezas de los personajes dibujadas por Ambrós o por Pardo sobre el resto de los dibujos: para una vez que en España tenemos un éxito en la industria, la cagamos por sobreexplotación y falta de respeto tanto a los trabajadores originales como a quienes entonces llevaban adelante las aventuras del héroe.
El Capitán Trueno, lo comprendemos ahora, es un tebeo sencillo pero meditado. Su psicología no recurre a la angustia de otros héroes anteriores como El Guerrero del Antifaz ni los superhéroes que nos esperaban a la vuelta de aquella década. Trueno tiene unos parámetros de conducta sencillos y envidiables: es un héroe y se comporta como tal. Es amigo de sus amigos, y sonríe. La ingenuidad de la serie nos ha prestado momentos de pura magia: esos barcos veleros que pueden manejar perfectamente entre los tres solos, ese globo aerostático que se eleva por arte de magia, sin que importe el peso que parece tener ni se explique nunca qué le permite elevarse, pues no hay llama ninguna en la barcaza.
Trueno fue siempre una lección de geografía exótica: América antes de Colón, tanto en el norte como en el sur, con sus revoluciones de puercospines o sus estampidas de caribúes; China y su gran muralla, Cipango y los samuráis que se enfrentaban a Yokize, La India misteriosa, la Australia de la última aventura, los desiertos de Arabia y sus barcos encallados en la nada, Tierra Santa y el remedo del grial, África y el torneo calcado de Mongo, el polo norte y el escultor de estatuas de hielo, la Europa de margraves y damiselas y trasuntos del flautista de Hamelín, y hasta una España terrorífica donde espectros kukluxklanescos daban caza a los siervos y provocaban la justa ira del paladín que siempre fue el Capitán.
Fue un éxito editorial, aunque uno nunca sabe en qué cifras de ventas confiar, tan dispares y disparatadas llegan a ser, el detonante de una moda creativa que se repitió en otros personajes, desde El Jabato al Sheriff King, del Cosaco Verde al Corsario de Hierro, de Curro Jimenez a Triada Vértice. Sin embargo, Trueno fue único y sigue siendo el capitán de todos ellos. Porque el carisma de Goliath y Crispín es más auténtico que el de los otros comparsas de otros héroes, porque Sigrid sigue siendo la primera sueca que se enamoró de un español, porque los pocos secundarios recurrentes en la saga (Gundar y Zadia, Morgano y Grune; sólo un villano repitió, reencarnado en El Pulpo) tienen ese aire auténtico que hace que en sus reencuentros uno reconozca a un amigo, y porque lo que en Trueno era natural (el humor algo simplón, las mascotas graciosas tipo Nepomuceno o Garritas o el simio Ju-Ju) en otras secuelas-imitaciones resultó algo cargante.
Víctor Mora encontró en El Capitán Trueno la piedra filosofal del escritor de historietas que era, el punto de encuentro de una tradición que se extendió con él hacia adelante. Sus defectos como guionista aparecen aquí perfectamente solapados, parte integrada de las historias que cuenta, y uno se pregunta qué habría sido del Capitán Trueno si, en vez de obligar al autor a repetir ese esquema narrativo en media docena de héroes clónicos, hubiera podido dedicarse plenamente al primer título. Misterios editoriales, sin duda: por mucho que nos pueda gustar El Corsario de Hierro, sigo planteándome el enigma de por qué no se aprovechó el nuevo encuentro entre Ambrós y Mora para contar nuevas historias de Trueno como se haría luego, y muy bien, con la edición de Forum junto con Luis Bermejo (corramos un tupido velo sobre el horror que supuso la "puesta al día" con el inglés J. M. Burns).
Hora es de reconocer que hubo otros escritores aparte de Mora: Cassarel, Bayona, Acedo. Y que su plantel de dibujantes es amplio y no siempre el más adecuado (pero, insisto, la política de plegarse a un estilo y a un recorte debió pesar lo suyo). Trueno estuvo entre otros en las manos de Ambrós, de Beaumont y Angel Pardo (el gran Angel Pardo), de Tomás Marco y Fuentes Man y Martínez Osete, de Adolfo Buylla y Claudio Tinoco, y de los hermanos Blasco (más Adriano que Jesús, por cierto) y, en las portadas, de Antonio Bernal y de mi amigo Rafa Fontériz. Trueno existió en novelas, en muñequitos, en la propaganda del paje Elgorriaga. Hasta hizo campaña electoral mucho más tarde, cuando se cometió el error de intentar cambiar su escudo polivalente y ambiguo por las cuatro barras de la senyera olvidando que, en todo caso, Trueno llevaría en el pecho el escudo del reino de Aragón (como tozudo aragonés, por cierto, se le describe en una de esas novelas).
Trueno sigue presente en el mundo editorial español, desde los tiempos en que Toutain editor nos mostró un suma y sigue con escena de cama con Sigrid y todo, hasta los dos o tres intentos infructuosos de publicar nuevas aventuras. Está todavía en los kioscos y las librerías, las ediciones recopilatorias en álbum, o las facsímiles (forzada esta última por una edición pirata que no tenía que envidiarle nada), pero cuesta trabajo creer que sería posible despertar una vez más al caballero. Es igual. Trueno pertenece por derecho propio al imaginario icónico español, y siempre estará ahí, con su globo imposible y sus yates de madera y lona, con el hambre de Goliath y su ojo tuerto que solía bailarle de un lado a otro de la cara, con la agilidad inocente de Crispín y la sonrisa fría y soleada de Sigrid, reina de Thule. Siempre estará ahí para divertir a quien quiere dar una vuelta por el imaginario medieval y dejarse mecer por la peripecia y el idealismo, porque el mundo sigue estando al revés y hoy más que nunca es necesario que gane el bueno.
Oh, Capitán, mi Capitán Trueno...
(a mi amigo Alfonso Prieto, que tenía toda la colección de El Capitán Trueno, comprada semana a semana desde el número uno)
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