Antes de que alguno de ustedes se me ofenda y saque las cosas de contexto y empiece aquí la trifulca de rigor (porque parece, sí, como me decía hoy un querido amigo al teléfono, que a la gente lo que le gusta de internet es discutir): es mejor el amor que la guerra, el sexo compartido que el solitario, la ironía y el despegue que la cerrazón y el estar dentro del puño de otro.
Uno es padre, y progre hasta donde es capaz (en tiempos de declaraciones de hacienda, mucho menos, cierto), pero no puede evitar sonrojarse todavía un tanto cuando, en la tele, de buenas a primeras, a cualquier hora, la gente empieza a follar como leones, a jadear y hacer así que no que no que no con la cabeza (esta frase es, por cierto, un homenaje a Fernando Quiñones), y a decir en cualquier conversación normal cosas de esas que son las que luego se echan en falta en las pelis porno. Y está mal que no le pase lo mismo cuando le pegan un tiro en los morros a alguien, o cuando Gil Grissom contempla con cara de póker cómo rebañan los intestinos del fiambre que el cojo de la bata blanca tiene sobre la losa. Contradicciones de uno, ya lo saben. Imagino que si están ustedes en mi misma edad de merecer y tienen hijos menores, les pasará tres cuartos de lo mismo.
A veces, y me duele, cambiamos el canal como quien no quiere la cosa, justo cuando en el telediario o en la peli aparentemente inocente empiezan a salir tetazas y a escucharse jadeos. A veces, caso de CSI, pongo la pista de sonido en inglés y obligo a todo el mundo a leer los subtítulos en castellano si quiere enterarse de las morbosidades del caso. Como suelen echar la serie a la hora en que estamos comiendo (sí, esa es otra, ya lo sé), se pierden detalles y matices entre cucharada sopera y pellizquito al pan. A veces el programador de turno es más rápido que el dedo con el que uno aprieta el mando a distancia y, como un Etoo cualquiera, acaban por meterte un golazo por toda la escuadra.
Y a veces, porque ya los niños van siendo mayores y habrá que acabar por consultar con ellos, uno ni se inmuta y sigue viendo la peli o el anuncio como si fuera lo más normal del mundo (que, insisto, sé que lo es, pero uno no puede luchar contra sus prejuicios).
Menos el anuncio de la argolla. Uno ha visto ya de todo en publicidad, desde las tetas bronceadas de la titi del Fa que hasta inspiró una canción al Aute, a dos mariquitas, con perdón, follando como descosidas dentro de un coche con una suspensión mareante, a gente que se embadurna de desodorante, confunde condones con bombones o lanza gemidos que ni la ex-novia de América en aquella escena del bar. Y ahora nos llega el anuncio de la argolla para donde rima, y Laura, que cumplió diez años el domingo pasado, se nos queda siempre con la incógnita. Que nada, oye, que no entiende la pobrecita qué anuncian en ese anuncio.
Y su madre y yo nos miramos siempre perplejos cuando llega ese anuncio en medio de la programación de tarde. Pero, por una vez, hasta podemos ser sinceros con ella.
Porque, oigan, no sé exactamente qué nos quieren enganchar en ese spot de los cojones.
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