Todavía hay gente que se enfrenta a su trabajo con una sonrisa, que saluda por su nombre a quien le compra y es capaz de alegrarte los diez minutos que le dedicas mientras miras el reloj y esperas que te despache el pescado o la fruta. Gente que se ensucia, pero canta. Gente que huele a café y a tabaco y se despierta temprano y duerme si puede la siesta, que escamonda su puesto y atiende sus productos como si merecieran (que lo merecen) todo el cariño con que los cogen, los pesan, los cortan o los envuelven en su papel de estraza.
Esta mañana, bajo la lluvia, he acompañado a mi mujer a la plaza. Pequeñita, casi nueva todavía, seis puestos de fruta, otros tantos de carne y de pescado, una panadería, una cafetería, un ciego vendiendo cupones y, en la puerta, un tenderete de caracoles con una balanza. Clientes que, como nosotros, pasan y miran y tardan en decidirse, y otros clientes que van del tirón al puesto de todos los días (esos son a quienes saludan por su nombre), y sobre todo esa gente que tiene allí su negocio y su vida. Maestros y aprendices que se enseñan los trucos y se relevan a la hora de tomarse el cafelito de cada mañana, padres e hijos que se legan el negocio y adornan, y eso es lo hermoso, su trabajo con retahílas de palabras donde se alterna la zalamería al que compra con el monólogo burlesco que es casi parte del paisanaje que ellos conforman.
Está viva esa gente, más sin duda que la otra gente que corre bajo la lluvia vestida de traje chaqueta y con carpetas en la mano, o pasea su soledad parapetados los oídos bajo los tapones de un MP3. Está viva y contagia de su vida la tristeza de esta mañana de lluvia de arena que me ha dejado el coche hecho un asquito (¡y lo había lavado la semana pasada!).
Esto debe ser eso que llamamos pueblo. Esto debe ser lo más admirable, el corazón y el pulmón y el alma de lo que somos todos nosotros. Respeto, humor, camaradería, tolerancia. El lugar de donde venimos y donde acabamos volviendo aunque sea de tarde en tarde, como hoy, para solazarnos con esa visión del mundo donde mañana será igual que fue ayer, pero donde existirá siempre la palabra amable, el chiste a tiempo, el sueño del número de la lotería o la quiniela.
Esto es pueblo y entre los olores de la fruta y el brillo de plata del pescado, me he dejado mecer por la cadencia del idioma vivo, del comentario irónico, mientras las manos acarician la fruta y la escogen como si fueran piedras preciosas, y el cuchillo corta el pescado con algo parecido a la ternura, y los tenderos saludan a la gente por su nombre y te hacen sentirte por un momento parte de ese paraíso en el que viven. Embobado en lo que hablan, hasta he dejado que una señora se me cuele, si hasta me interesaba ya más absorber todo el ambiente que las mojarritas caleteras que después me han llevado, como esas luces y esos olores, como ese habla y esa lluvia de arena, a saborear los rincones más atesorados de mi infancia.
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