Hace un par de días faltó un compañero o una compañera (no he llegado a enterarme bien; me pillaron de improsivo) y tuve que sustituirlo en una guardia en uno de los cursos primeros de la ESO. O sea, los chavales hacen como que estudian y yo hago como que me enfado si levantan la vista del libro. En realidad, ellos charlaban por lo bajini y yo leía el libro que estoy traduciendo, de Robert J. Sawyer, Mindscan, porque por no tener no tenía ni que corregir exámenes de mis propios cursos (la que me espera esta semana).
En primera fila, a menos de un metro de mí, un alumno que gimotea y llora, parapetado tras unas inmensas gafas de concha que hacen aún más grandes sus ojitos azules. Al principio pienso que me equivoco, que eso que asoma bajo su párpado izquierdo es un efecto óptico, resto de una legaña o un bostezo, quizá alguna crema anti-alérgica de esas que se usan ahora tanto. Pero no. Veo que se muerde los labios y suspira para sí, como si no quisiera que me de cuenta, allí a un metro, de que le pasa algo. Y como yo tampoco me muerdo la lengua, le pregunto si le pasa algo.
El chaval (tendrá unos doce o trece años, aunque parece más pequeñito, como si fuera contrahecho) me sonríe con tristeza infinita y trata de articular unas palabras que no entiendo. Y entonces una chica alta, morena y futura belleza me dice, interpretando por él, que le han suspendido no sé qué asignatura. Y yo le sonrío y le digo que si no suspenden los estudiantes, entonces quién demonios va a suspender. Que es lo normal, vaya. Y que se prepare para cuando llegue arriba y yo lo pille, que entonces sí que sabrá lo que es suspender en serio. Hay risas nerviosas en la clase (me conocen; saben que soy el papá de uno de sus compañeros de otro curso). Pero el chavalín no se llega a reír del todo. Es entonces cuando me doy cuenta de que no me oye o no me entiende. Me encojo de hombros y vuelvo al libro.
Un minuto o dos después, y eso que está ahí delante, a un paso, el chaval se levanta y me gimotea algo que soy yo ahora quien no puede entender, al menos las palabras que no pronuncia. La compañera, inmediatamente, me traduce, aunque yo ya he asentido porque he tardado un segundo en coordinar la premura de la expresión del chaval con lo que me pide: ir al servicio. Le doy permiso, sabiendo que tiene derecho a llorar allí solo, si quiere, o a tranquilizarse. No se tranquiliza demasiado cuando vuelve luego, pero yo he comprendido ya que le pasa algo y prefiero no insistir.
Se termina la media hora de sustitución y luego pregunto por él a otros profesores. En efecto, es un chaval discapacitado. Tiene alguna clase de parálisis cerebral o algo por el estilo. O sea, que está allí aguantando el tipo, y los que lo educan y conviven con él también aguantan el tipo, ignorándolo o superprotegiéndolo o, quizás, burlándose de él, que es pequeñito y tiene unas gafas enormes y unos inmensos ojitos azules de cervatillo perdido.
Está allí porque la ley lo dice, claro. O porque sus padres tal vez no pueden pagarle una educación muchísimo más personalizada que atienda ex-profeso sus necesidades especiales. Está allí, camuflado entre los otros treinta niños de la clase, sabiendo que nunca podrá llegar a su nivel. Porque él lo sabe. Nota su minusvalía, sabe que nunca correrá como corre el más veloz de la clase ni sacará los dieces que saca quizá aquella niña morenita que le hace de intérprete y quién sabe si de lazarillo hasta que encuentre novio el año próximo o pase de curso y él se quede aquí, pese a las adaptaciones curriculares significativas, pese a la buena voluntad de todos.
Y yo me vuelvo a casa pensando que la vida es una putada, como ya sabíamos, pero que es una mentira cochina que esos niños con problemas tengan por fuerza que estar integrados full-time con otros niños que van a otra rueda y tienen otro tipo de problemas. No porque sea malo, insisto, que viva en normalidad con otros niños, sino porque unos pobres profesores repletitos de horas y unos chavales que tienen otros intereses no pueden atenderlos como se merecen.
Hay cosas que están muy bien en la teoría, que quedan muy bonitas en el papel y en el expediente de quien escribe informes fatuos que no lee nadie o promulga leyes desde sitios donde nunca se ha dado clase. Luego el día a día nos viene a rebajar los ideales y nos da con un ladrillo en los dientes.
Comentarios (57)
Categorías: Educacion