Era una especie de Fort Apache rodeado de tribus urbanas más peligrosas que las tribus indias a las que tuvieron que enfrentarse, según nos dicen, los otros azules de la historia americana. O sea, portorriqueños, macarras, irlandeses, mafiosos italianos, negros, judíos. Y toda la demás peña que puede uno imaginarse (o no) en una ciudad americana de la zona este, innombrada en las siete temporadas que duró. A Hill Street Blues, me refiero, conocida entre nosotros por Canción Triste de Hill Street, la serie que en 1981 (¿de verdad han pasado 25 años?) le dio la vuelta a los conceptos de drama policial.
Se la definió como una serie realista, aunque en muchas ocasiones nos hundiera claramente en el esperpento: la realidad, claro, no puede ser de otra manera. Nos narró el día a día de una comisaría cualquiera de un lugar cualquiera (Chicago para los exteriores, por cierto), y el continuo ir y venir, luego tan imitado, de los personajes que se cruzan y entrecruzan en los pasillos del lugar y en las calles. Un prodigio de guiones y actuaciones, como nunca se había visto y como luego todo el mundo intentó imitar, con mayor o menos éxito.
La gracia de Hill Street estaba en su autenticidad, en que aunaba perfectamente el drama policial al uso con el culebrón y el humor. Y en sus personajes, cada uno más redondo que el anterior: el calmado capitán Furillo, siempre al mando de aquella jaula de locos, impecable con su estrecho traje de chaqueta y su expresión continua de payaso Augusto; su sargento de guardia, el gran Phil Esterhaus, irlandés, buenazo, grandullón, un poli de la vieja escuela que, no obstante, era capaz de mantener una relación a tres con una viuda ninfómana y una adolescente que todavía iba al instituto; la pareja de policías uniformados, matrimonio de hecho, blanco y negro, Renko y Hill, siempre enfrentados y siempre camaradas, jueces las más de las veces de pequeños incidentes insignificantes que pueden estallarles en las manos con un poco de descuido; los dos detectives de paisano, el engañado y fracasado LaRue y el tranquilo y sabio Neal Washington; el outsider salvaje y sucio que muerde los tobillos y gruñe a los perros, Belker; el humanista detective Goldblume; la eficaz agente Lucy; el comprensivo y trabajador teniente hispano, Ray Calletano; el inútil y fascistón teniente Hunter, encargado de los equipos especiales de la comisaría; la neurótica e insorportable ex-esposa de Furillo, siempre dispuesta a aparecer en el momento más inoportuno; la guapa abogada de oficio y amante secreta de Furillo, Joyce Davenport.
Cada episodio comienza pasando lista a una hora temprana de la mañana y termina, normalmente, al anochecer, cuando Furillo y Joyde disfrutan de un momento de relax a menudo interrumpido por el busca del capitán. Entre principio y final, un desfile de personajes pintorescos, a veces tiernos, a veces ridículos, a veces peligrosos. La melancolía y el humor permean la serie, por la que vemos pasar veranos e inviernos, personajes que mueren o son sustituidos por otros, rostros fugaces que encierran siempre una historia y un drama interno. Podríamos decir que no hay buenos ni malos en esta historia, sino simplemente supervivientes. Los agentes de la comisaría de Hill Street no son héroes, ni pretenden serlo. Son el tapón de un sistema que se desagua de continuo y en el que ellos mismos, a veces, no creen. Por eso la violencia está siempre a la vuelta de la esquina, y por eso los mismos policías son capaces de hundirse en el fango de los sobornos, o los robos, o el alcoholismo o la extorsión o las drogas.
Televisión en estado puro, un espejo quizá deformante de una realidad que marcó un hito en la forma de desarrollar historias para el medio. Luego vendrían las otras series de Steven Bocho, el co-creador: L.A. Law o NYPD Blue. Prácticamente todos los dramas policiales que se ruedan hoy día están en deuda con esta gran serie.
Acaba de empezar a editarse en DVD allá por las Inglaterras. Primera temporada completa, una gozada escucharla por fin en versión original, con la mezcla de razas y de lenguas y de acentos que nos ocultó el doblaje. Han pasado 25 años y muchos de esos actores ya han muerto, o les hemos perdido la pista, y por eso mismo es un aliciente añadido encontrar como secundarios en estos primeros capítulos a gente que luego sería famosa como David Caruso, aquí apenas un chavalito adolescente, jefe de una de las bandas de la zona, los shamrocks.
Si el tiempo es quien viene a poner las cosas en su sitio, entonces Hill Street Blues es aún más grande de lo que ustedes y yo podríamos recordar. Porque su mensaje, su ternura, si filosofía, su liberalismo, su humanidad, su dureza, siguen hoy tan vigentes y su narrativa es tan impactante como lo fuera entonces.
Con Hill Street Blues aprendimos que la televisión podía ser seria, y trascendente, y divertida. Que se puede contar cualquier cosa con un buen equipo de guionistas y directores y unos actores que son conscientes del tono coral de su envoltorio. Con Hill Street Blues vimos tal vez nuestro futuro, y aprendimos de paso una cosa más, aquella muletilla que Esterhaus pronunciaba al final de su homilía de cada mañana, cuando sus chicos partían a las calles y tal vez al desengaño, el fracaso o la muerte: Tengan mucho cuidado ahí fuera.
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