Razón tenían, como en casi todo, los filósofos aquellos de la chirigota del Carapalo. Vale que lo mismo no sea un crimen en el sentido legal del término (no así en el del habla gaditana), pero desde luego la cosa tiene delito. A las comuniones, me refiero. Vade retro.
Aquí el cronista recuerda su propia primera comunión, una cosa sencilla de guantes blancos y zapatos negros de charol, iglesia de San José por la mañana temprano, muertecito de hambre porque entonces se comulgaba en ayunas y después, si acaso, un desayuno en casa con chocolate y galletas y brazo de gitano. O sea, una cosa formal, pero sin pasarse, y a años-luz de la primera comunión de mis padres. El momento más feliz de los siete años de vida del niño que yo era entonces. Poco boato y mucho cariño, la ilusión ingenua de ver a toda la familia reunida en torno a uno. Todavía tengo por ahí una foto donde parezco el que se sube a lo alto del mástil del Juan Sebastián Elcano.
Debe ser porque la vida de hoy va más acelerada, que los padres no estamos con nuestros hijos el tiempo que deberíamos estar según decreto-ley, que nos puede el figureo y a todos nos pirraría ser personajes secundarios de Dinastía o Corazón-Corazón, pero hay que ver el circo en el que hemos convertido las comuniones de los chiquillos. No sé si llegan ustedes a esa cifra de tres mil euros por familia que se anunciaba en la prensa el otro día (yo, desde luego, ni jarto de coles), pero un perraje sí se desembolsa por aquello de que el niño o la niña (que ya no son tan niños ni tan niñas como antes: tienen diez años) se crea aún más centro de la creación y recibidor de todos los juguetes electrónicos del mundo (tiempos lejanos en los que yo regalaba siempre álbumes de Tintín a los comunionandos). O sea, hagan ustedes cuentas: el uniforme de marinerito o de almirante con mando en plaza, que ya lo que le falta a algún padre es disfrazar al niño de Capitán Nemo; o, todavía peor, si es nena, el vestidito blanco que es apenas una talla menos (recuerden, ya tienen diez años) de los que venden en el escaparate de Pronovias. Y los zapatitos, y la pasadita, y los guantecitos de encaje, y los pendientitos a juego, y la recordatoria, y la ropita interior de estreno, y los calcetincitos, y las bambas post-ceremonia para que pueda correr a sus anchas en La Rana Verde, y el reportaje fotográfico con mucho flush y mucha pose neorromántica, que tal parece que hasta hemos contratado a David Hamilton para que nos saque más guapa que de costumbre a la niña de nuestros ojos. Y, naturalmente, no se olviden de incluir en el sumando el vestido y la peluquería de mamá, los zapatos de tacón alto, el bolso y la quincalla a juego. Y el traje de chaqueta de Emidio Tucci para esconder la barriguita de papá, y la corbata nueva que nos traerá locos diez minutos antes de la ceremonia porque nunca nos queda a gusto el nudo. Y la rebequita y los pantaloncitos y los zapatos nuevos del hermano o los hermanos. Y un nuevo reportaje fotográfico casi obligado a pie de altar, donde siempre nos salen los niños con los ojos cerrados, o bostezando, o mirando para otro lado. Y, por fin, el ágape que ya no es ágape ni es nada, sino un señor menú concertado en el restaurante de postín que uno puede encontrar, si lo encuentra, allá en el quinto pinto y que hay que contratar con meses de antelación. No les recuerdo el sofoco cuando después la nena o el nene se ponen el trajecito perdido, aunque normalmente sea un trajecito que no va a volver a usar nunca: la culpa es nuestra, por tener la ocurrencia de terminar la fiesta visitando la feria.
En medio de todo esto, a caballo entre presentación en sociedad familiar, puesta de semi-largo, herencia del bar-mitzvah judío y pase de modelitos que ni en Ascott, uno se pregunta dónde queda el sacramento. Pero teniendo en cuenta que hoy los niños tienen el acceso vedado a gran parte de las bodas (sin duda por aquello del precio del cubierto en el convite), a ver quién es el guapo que dice una palabra más alta que otra y propone una celebración más sencilla y sin tantos aspavientos lúdico-sociales: el montón de curas que conozco no pueden ni darlo a entender a esa marea de padres (y madres) que ponen estos días su máximo empeño en fardar de criaturas.
Si Juanito Valderrama levantara la cabeza...
(Publicado en La Voz de Cádiz el 1-5-2006)
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