El gran reto al escribir ciencia ficción, en la literatura o la historieta, es compaginar la creación de personajes definidos con los mundos alienígenas en donde se desarrollan las historias que quieren contarse. Si lo primero fue la gran asignatura pendiente de la ciencia ficción escrita durante muchos años, lo segundo fue el gran handicap que tuvieron los tebeos. Cierto, a todos nos encandilaron las aventuras de Flash Gordon en el planeta Mongo, las correrías de Brick Bradford en el interior de la moneda o, ya más cerca, las peripecias de Rock Vanguard o Vendaval, el Capitán Invencible. Dicho de otra forma, la poderosa influencia del esquema burroughsiano de Flash Gordon sería una rémora en la historieta a la hora de crear mundos y culturas verdaderamente alienígenas, criaturas que no recordaran a tribus más o menos bárbaras del pasado de la humanidad o fueran ensoñación antropocéntrica donde se daban la mano hombres y animales salvajes, en ocasiones impresionantes, en ocasiones ridículos. Y no mencionemos, por evidente, razas galácticas como los Skorpi del Flash Gordon de Dan Barry y su versión-imitación marveliana de los Skrull: mismamente, la sociedad comunista infiltrada en la confiada y blanca sociedad capitalista gracias a su capacidad para cambiar de forma.
En 1967, y en la mítica revista Pilote, un par de autores jóvenes llamados Jean-Claude Mezieres y Pierre Christin fueron capaces de resolver de un plumazo (o de muchos) esos dos grandes escollos que todo creador en ciernes debe sortear a la hora de escribir o dibujar ciencia ficción. Y, al hacerlo, configuraron no sólo una nueva vía para la historieta, sino que su influencia acabaría por traspasarse al cine y marcar la estética de la space-ópera para la historia.
Valerián, agente espacio temporal es, en efecto, una historieta de héroes y heroínas espaciales, agentes de un enclave terrestre que domina el viaje en el espacio y en el tiempo y que, a fuerza de juguetear con fuego acabará, en el devenir de la serie, creando interesantes paradojas narrativas. Valerián es, en teoría, el héroe, puesto que a fin de cuentas da título a la serie: atractivo, buenazo, algo rebelde, posiblemente progre. Lo acompaña Laureline (o Laury), quien en seguida se define como mucho más inteligente que él, protestona, independiente, resuelta y muy aleja del estereotipo de mujer-a-rescatar que siempre ha acompañado a la cultura pulp de donde los cómics parten. Juntos, en misiones que a veces no comprenden y cuya moralidad a menudo no comparten, Valerián y Laureline se convierten en una pareja encantadora, la guerra de sexos reducida al buen humor amable, siempre con su pizca inevitable de crítica social al mundo de ahora a partir del enfrentamiento de sus puntos de vista con los mundos que visitan en sus misiones como agentes de Galaxity. El lector nunca sabe si son pareja o simples compañeros de nave, subalterna una del otro o camaradas en la necesidad de sus aventuras. La burocracia los vuelve locos a ambos, y no es raro ver que se alían contra sus propios jefes cuando creen que es más importante conservar la idiosincrasia y las costumbres de los habitantes de los mundos que visitan.
Y qué mundos visitan, oigan. George Lucas sin duda tenía estos álbumes encima de su mesa de trabajo cuando creó La Guerra de las Galaxias: busquen ustedes la cantina galáctica, los pasillos interiores de la Estrella de la Muerte y la plataforma de aterrizaje de la Ciudad de las Nubes de Lando Calrissian nada menos que en el álbum El embajador de las sombras y los verán calcados: casi fue una justa venganza que la divertida parodia de Star Wars que fue El quinto elemento tuviera a Mezieres como diseñador. Antes de que el padre del padre de Luke Skywalker reconociera que sólo la infografía le permitía desarrollar su saga galáctica a gusto y sin cortapisas, ya Mezieres y Christin estaban mostrando unas imágenes de mundos, civilizaciones, orografías, biologías, arquitecturas, artes e historias que demostraban que el único límite de la historieta es la imaginación y las ganas de explorar, divirtiéndose y divirtiendo, de sus autores. Quedan para la historia esos mil planetas y el atrezzo de sus habitantes, los planos de la nave de Valerián y Laurie zambulléndose en el espacio o cortando la línea del tiempo, el divertido desfile de razas extraterrestres cada una con sus pros y sus contras, el pescozón continuo al imperialismo terrestre, los paisajes de soles multicolores y planetas iluminados que después, mucho después, se adueñarían de las pantallas grandes de todo el mundo.
Mezieres no necesita recurrir a hiperrealismos (como hace, en su estilo, el otro gran autor de cómics de ciencia ficción que todavía no ha sido superado por el cine, me refiero a Juan Giménez y sus Metabarones) para que los mundos y civilizaciones que describe sean reales. Internarse en las tres primeras páginas de El imperio de los mil planetas y la descripción de Sirta-el-magnífico es como entrar de verdad en un mundo distinto, con sus palacios y sus mercados, sus mascotas telépatas (viñeta 3 de la página 2, ¿un antecedente de nuestro HOM?), sus comerciantes y sus sacerdotes, su tecnología y su superstición. Creo que, en el fondo, el referente literario de esa sinestesia continua de estímulos y colores y sabores que suponen los mundos de Valerián es nada menos que Salambó, la hermosísima y vívida reconstrucción que hizo el gran Gustave Flaubert del Cartago del año 237 antes de Cristo (y no olvidemos que el otro gran autor de space opera francés, Philipe Druillet, ya tuvo la osadía de adaptar Salambó a la ciencia ficción, en historieta que en España sigue inédita). Cuando cualquier autor podría agotarse en la presentación de exobiologías, o de refugiarse en lo improbable, la imaginación de Christin da fuelle a un Mezieres en estado de gracia que se supera gráficamente de álbum a álbum (no hay más que ver la sorprendente capacidad para el contraste en El país sin estrella) y que, con los colores de E. Tran-lê es capaz de mostrar sensualidad, decadentismo, renacimiento y barbarie que luego otros discípulos han centrado solamente en mundos de fantasía. Conforme la serie va a avanzando y la ideología progresista y contestaria de los personajes (y sus autores) sigue afianzándose, el dibujo de Mezieres se vuelve más impactante, más espectacular, más vivido, y las historias juegan con la paradoja temporal y la paradoja política, hasta el punto de que, por obra y gracia de nuestros protagonistas, el fin de nuestra civilización que da origen a Galaxity puede no haber existido… acontecimientos que todavía quedan, para el lector neófito, a muchos álbumes en el futuro.
Hoy la estética de la space opera, en efecto, no puede concebirse sin la espectacularidad que le presta el cine y que tan familiar nos parece. Pero el cine debe buena parte de los sueños que evocan sus imágenes a los mundos ya explorados, a bordo de su particular Halcón Milenario, por los dos agentes de Galaxity, el siempre despistado Valerián y la cada vez más audaz Laury. Reencontrarnos, hoy, con estos viejos amigos que conocimos y disfrutamos en España allá por los años ochenta, no supone un ejercicio de nostalgia, puesto que las historias y sus dibujos me parecen más actuales y audaces que nunca. Recuperar hoy a Valerián para los nuevos lectores es, sencillamente, un acto de justicia.
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