Es en días como estos cuando me sale el personaje de la canción de George Brassens/Paco Ibáñez que llevo dentro. Un ejemplo más de la contradicción que es signo de mí mismo... o de tenerlo bien claro, por supuesto.
Uno aborrece con toda el alma el día del padre, el día sin tabaco, el día sin cuatro ruedas, el día de la madre, el día de la Tierra (bueno, ése no tanto), el día de los santos inocentes y en general todos esos días estúpidos en los que celebramos cosas que tendríamos que celebrar todos los días: o sea, amar a papá y a mamá y acordarnos de ellos y de ellas a todas horas, y tener buen humor pero sin pasarnos con las bromas de mal gusto, que Gila el pobre ya no está entre nosotros, y fumar menos, y usar más otras alternativas de transporte que contaminen menos y no cabreen tantísimo, y ser ecologistas hasta donde podamos, es decir, que no juremos en arameo olvidarnos de seguir reciclando papel cada vez que, zas, la boca de la abertura del buzón reciclante se nos cierra contra los dedos y nos hace ver las estrellas.
Por lo mismo, en el fondo me cabrea un tanto celebrar el día del libro. Más que nada por lo de papanatismo militante que eso tiene, como si comprar un día al año un libro con su diez por ciento de descuento nos fuera a salvar de la iletralidad en la que vive sumida nuestra sociedad, y porque en el fondo me pone de los nervios, no ya darle las pelas al Corte Inglés (yo se las doy gustoso cada semana, soy ansí), sino a esos libreros carajotes que en su puñetera vida han leído un libro y que, tal día como hoy (porque mañana, claro, es domingo y las librerías no abren) se creen que son algo así como Moisés bajando del Sinaí con las tablas de la ley encuadernadas en dos tomos de Alianza Editorial bajo el brazo.
En el fondo, les confieso que ya estoy cansado de hacer literatura cuando hablo de literatura. Leer no tiene nada de particular: no es ninguna gesta heroica, no es un acto poético en sí mismo, no es una machada ni una hembrada. Es, simplemente, la cosa más normal del mundo. Una cosa necesaria. Como beber agua o hacer aguas, no sé si me explico. Si a estas alturas del mundo y de la historia hay todavía quien no ha leído un puto libro en su vida, está claro que no va a empezar a leer porque le demos listas y listas de títulos que los van a dejar fríos: que siga con el fúmbol, o con las gameboyses, o bajando pelis de la mula.
Ahora, los amigos de los blogs de historieta se han sacado de la manga el eslogan "En el día del libro, regala tebeos". Como si una cosa y otra fueran contrapuestas. No sé si se dan cuenta de que la redacción de la frase (¿no falta por ahí un "también" que sirva de enlace?) parece ya señalar una barrera entre los libros y la historieta.
Libros, libros, libros. O, como dijo Hamlet (que es uno de mis héroes, por si no se nota): Palabras, palabras, palabras. No hagan ustedes caso al día y compren libros cuando les de la gana, hombre, y que sea muy a menudo. Se lo dice alguien a quien su cobrador-repartidor (¿cómo se llama ese oficio?) del Círculo de Lectores borró del club porque se pasaba los trimestres sin hacer pedidos.
El pobre hombre no pasó jamás de la puerta de mi casa. No pudo ver el pasillo, ni el salón, ni éste mi cuarto, ni llegó a comprender que, cuando me interesa un libro (y me interesan siempre) no espero tres meses a tener la edición de Círculo, sino que me lanzo de cabeza a buscarlo.
(Ayer, sí, en el hipercentro chachipiruli que es la fuente de mis odios y mis deseos, compré un par de libros con su correspondiente descuento --en realidad, creo que compramos cinco entre toda la familia--. Pero no porque fuera el día que era, sino porque llevaba una semana al menos buscando ese título que me interesaba. Les doy el chivatazo: El sueño de la razón, de Juan Miguel Aguilera, en Minotauro. Por si ustedes, ya saben, quieren hacer caso al día que es mañana y no se les ocurre un libro que comprar o regalarse).
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